El espejo no corresponde a la realidad en Palacio Nacional. El presidente López Obrador reiteró su condena al atentado que sufrió Donald Trump: «Nada que signifique violencia se puede justificar. La violencia es irracional, enrarece el ambiente político y produce miedo, desconfianza. En política podemos ser adversarios pero no enemigos.» Sin embargo, el mandatario mexicano ha abordado de manera compleja y a veces contradictoria la violencia política en México. López Obrador ha reconocido repetidamente la gravedad de la violencia política en el país, especialmente durante los periodos electorales. En diversas ocasiones ha lamentado y condenado los asesinatos de candidatos y funcionarios, enfatizando en la necesidad de un cambio estructural en la política mexicana para garantizar la seguridad de todos los actores políticos. «La violencia no tiene cabida en la democracia, debe haber respeto y paz», ha afirmado en varias conferencias matutinas. No obstante, la respuesta del gobierno ha sido objeto de crítica. Pese a las condenas, algunos observadores consideran que las acciones concretas han sido insuficientes para frenar la ola de violencia. Durante las elecciones de 2021, uno de los procesos más violentos en la historia reciente de México, se registraron numerosos asesinatos y ataques contra candidatos de diversos partidos. La Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana implementó el Protocolo de Protección para Candidatos, pero la efectividad de estas medidas ha sido cuestionada. En el marco de su política de «abrazos, no balazos», López Obrador ha propuesto atacar las causas profundas de la violencia, como la pobreza y la falta de oportunidades, en lugar de optar por una estrategia exclusivamente punitiva. Esta postura ha generado un intenso debate sobre su eficacia a corto y mediano plazo. Sus críticos argumentan que mientras las soluciones estructurales son necesarias, también es urgente una respuesta inmediata y contundente para proteger a los actores políticos y a la ciudadanía en general. El presidente también ha enfrentado acusaciones de polarizar el ambiente político con su retórica combativa. Sus constantes críticas a los «conservadores» y a la prensa son un factor que contribuye a un clima de confrontación y hostilidad. La violencia política en México es un reflejo de la profunda crisis de seguridad que enfrenta el país. Pero lo que hay que condenar es la que sucede allende las fronteras.
La pugna por la dirigencia de Morena tras la transición de Mario Delgado a la Secretaría de Educación enfrenta a Luisa María Alcalde y Citlalli Hernández. Alcalde, iniciada como cantante en camiones de campaña, ha ascendido a Secretaria del Trabajo, ganándose notoriedad por su defensa de los trabajadores, y posteriormente a Secretaria de Gobernación. Su juventud y cercanía con Andrés Manuel López Obrador son sus principales ventajas, aunque su inexperiencia puede ser un punto débil. Hernández, exsenadora, es conocida por su activismo, pero su historial de más de 400 faltas a sesiones legislativas puede perjudicar su candidatura. Esta contienda definirá el liderazgo y dirección ideológica de Morena en un momento crítico. Morena necesita un liderazgo capaz de unificar sus diversas facciones y asegurar la continuidad de las políticas de la Cuarta Transformación. La elección del nuevo dirigente será crucial para preparar al partido de cara a las siguientes elecciones, en las que deberá enfrentar una oposición en busca de capitalizar cualquier descontento con el gobierno actual. La capacidad de mostrar resultados tangibles será esencial para mantener la confianza del electorado. Luisa María Alcalde ha emergido por su juventud y dinamismo. Inició su carrera política de manera peculiar, cantando una tonadita del partido en los camiones, lo que la convirtió en una cara reconocible entre las bases de Morena. Alcalde representa la continuidad de la Cuarta Transformación, con un enfoque en la justicia social y la inclusión. No obstante, su juventud y relativa inexperiencia en puestos de mayor envergadura podrían ser un punto en su contra para algunos sectores más tradicionales del partido. Por otro lado, Citlalli Hernández ha sido una figura polarizadora dentro de Morena. Conocida por su activismo y fuerte postura en temas de justicia social y derechos humanos, Hernández ha mantenido una presencia constante en el ámbito político. Sin embargo, su historial en la pasada legislatura muestra más de 400 faltas a las sesiones, lo cual podría ser utilizado en su contra por sus detractores. Este registro pone en duda su compromiso y responsabilidad, factores cruciales para liderar un partido en crecimiento y consolidación como Morena. Con cualquiera de ellas, no obstante, dejan mucho qué desear en cuanto a esperanzas. Digan lo que digan de Mario Delgado, llevó al partido a pintar de guinda casi todo el territorio nacional; el encargo que deja es mantenerlo y ninguna de las dos candidatas se ve con capital político para lograrlo.
Líderes de partidos políticos, amparados en la autonomía y la limitada fiscalización del Instituto Nacional Electoral, han derrochado millones del dinero público en gastos que no benefician a sus organizaciones y sin rendir cuentas ni a sus militantes ni a las autoridades. En el Partido Revolucionario Institucional, Alejandro Moreno se ha beneficiado con asesoría personalizada de consultores políticos, al igual que Dante Delgado en Movimiento Ciudadano. Jesús Zambrano del Partido de la Revolución Democrática ha disfrutado del servicio de una agencia de viajes, y en el Partido del Trabajo de Alberto Anaya, se gastan miles en viáticos y renta de vehículos. El Partido Verde Ecologista de México también incurre en gastos excesivos en cursos, talleres, publicidad, souvenirs y pagos a conferencistas críticos de la Cuarta Transformación, según datos en la Plataforma Nacional de Transparencia. Dante Delgado y Alberto Anaya han mantenido el control de sus partidos desde sus inicios. En el Verde, aunque Karen Castrejón Trujillo es la presidenta, el verdadero control lo ejerce Jorge Emilio González Martínez. En el PRD, Zambrano y Jesús Ortega, “Los Chuchos”, han dominado la dirigencia. «Alito» Moreno busca consolidar su poder en el PRI con una reforma a los estatutos que le permite ser dirigente hasta 2032. Los líderes de partidos en México aún tienen un poder casi absoluto, permitiéndoles usar el dinero público para asuntos personales y cabildear con autoridades electorales. Eduardo R. Huchim, exconsejero del Instituto Electoral del Distrito Federal, destaca el abuso en el uso de recursos públicos para lujos y dádivas a jueces electorales, recordando el caso de Alfredo Cristalinas en 2012 como operador del PRI para solventar los procedimientos de Monex y el rebase de gastos de campaña de Enrique Peña Nieto. En 2024, los partidos recibieron alrededor de 6 mil millones de pesos para actividades ordinarias, más de tres mil millones para campañas y 198 millones para actividades específicas. Todo ese dinero listo para ser dilapidado. Ese es el costo moral de la política mexicana.