Entre la tibieza diplomática, las amenazas internas y la descomposición fronteriza: los tres frentes de Claudia Sheinbaum

Entre la tibieza diplomática, las amenazas internas y la descomposición fronteriza: los tres frentes de Claudia Sheinbaum

La postura de la presidenta Claudia Sheinbaum en torno a las redadas migratorias ordenadas por el presidente estadounidense Donald Trump y el fallecimiento de un ciudadano mexicano bajo custodia del ICE no solo representa un delicado momento diplomático, sino una oportunidad histórica para que México redefina su política exterior frente a un socio que, si bien indispensable, ha normalizado el atropello sistemático de derechos humanos de migrantes. La postura de Sheinbaum, aunque verbalmente correcta, aún se queda corta frente a la magnitud del agravio. Declarar que se está «en desacuerdo con este esquema de criminalizar a personas trabajadoras» suena, en el mejor de los casos, a un formalismo tibio en lugar de una condena frontal a una política migratoria abiertamente xenófoba y de corte represivo que ha reavivado las peores pulsiones del supremacismo blanco en Estados Unidos. Que México aún no haya exigido públicamente una investigación independiente sobre la muerte del connacional detenido en Georgia, ni haya solicitado que se revise el marco de cooperación migratoria bilateral, es una muestra de cómo la política de contención migratoria ha terminado por erosionar la soberanía moral de México. La promesa de Sheinbaum de abordar estos temas con Trump en la cumbre del G7 tiene un valor estratégico, pero también un enorme riesgo: si no se traduce en resultados tangibles —como la suspensión temporal de redadas, la revisión del protocolo de notificación consular, y garantías sobre el trato a detenidos—, se convertirá en otro episodio de diplomacia decorativa, donde el lenguaje políticamente correcto encubre la incapacidad para ejercer presión efectiva. Que el consulado mexicano en Atlanta no haya sido notificado oportunamente sobre el ciudadano fallecido no es una simple falla administrativa: es una violación flagrante a los tratados internacionales en materia consular, y el gobierno mexicano debería estar acudiendo a organismos multilaterales, como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, para exigir medidas cautelares. Si Sheinbaum quiere marcar una diferencia respecto a sus predecesores, debe sacudirse el papel de socio complaciente y asumir, con firmeza y valentía, la defensa de los mexicanos en el exterior como una prioridad de Estado. El silencio o la tibieza ante estas agresiones solo alimentan el desprecio con que se siguen tratando las vidas mexicanas al otro lado de la frontera.

Las amenazas de muerte recibidas por Gerardo Fernández Noroña, presidente del Senado de la República, evidencian una doble crisis que corroe silenciosamente el andamiaje institucional de México: la precariedad de las garantías para el ejercicio libre de la representación política y el creciente descrédito de las capacidades del Estado para prevenir y sancionar actos intimidatorios, incluso contra figuras de alto perfil. Que el segundo cargo más relevante del Poder Legislativo de la nación —el mismo que encabeza la cámara que representa al pacto federal— deba recurrir a la exposición pública como único escudo frente a una amenaza de ejecución no solo es un indicio del nivel de riesgo que enfrentan quienes desafían intereses oscuros, sino una condena tácita a la inoperancia de los mecanismos de protección. La reacción del gobierno federal, a través de la presidenta Claudia Sheinbaum, al calificar el hecho como “condenable” sin aportar una ruta inmediata de respuesta, revela un preocupante grado de distancia burocrática frente a un asunto que, por su gravedad y simbolismo, exige no solo condenas sino acciones inmediatas, públicas y verificables. En un país donde las amenazas suelen ser antesala de atentados, banalizar el riesgo con frases como “no hay elementos de preocupación” constituye una irresponsabilidad estructural. Más aún cuando proviene de informes oficiales que han demostrado, una y otra vez, su ineficiencia para prevenir crímenes de alto impacto, ya sea contra periodistas, activistas o funcionarios públicos. Fernández Noroña, una figura controvertida pero persistente en la izquierda nacional, se ha convertido en un blanco repetido de hostigamiento, lo cual sugiere no tanto una animadversión personal como una reacción a su papel político y retórico, incómodo para ciertos grupos con poder de fuego o de veto. Si el Senado mismo, como institución, no logra blindar a su presidente, ¿qué esperanza queda para los representantes locales o concejales comunitarios que enfrentan el narco o la corrupción en zonas sin cobertura mediática? El mensaje subyacente es aterrador: en México, ni siquiera el fuero protege del plomo. Urge una respuesta política integral que supere el trámite administrativo y reactive con urgencia los protocolos del Mecanismo de Protección a Personas Defensoras y Periodistas, ahora desbordado, para incluir bajo criterios de riesgo a servidores públicos amenazados. En un país donde la violencia busca doblegar el sistema desde dentro, proteger a Fernández Noroña no es proteger a un individuo, sino defender la viabilidad misma del debate democrático.

Policías mexicanos cruzando la frontera sur, el más reciente escándalo chiapaneco, no es simplemente una descoordinación operativa entre fuerzas de seguridad de México y Guatemala, sino una alarmante negligencia estratégica del gobernador de Chiapas, Eduardo Ramírez, cuya actuación —o más bien omisión— ha expuesto a ambos países a una peligrosa escalada diplomática y militar. Permitir que policías estatales armados crucen una frontera internacional, matando a cuatro personas en territorio extranjero sin una coordinación formal, no puede interpretarse como un error de procedimiento: es una demostración palmaria de improvisación y desdén por los principios básicos de soberanía y legalidad internacional. Ramírez no estaba pensando en la seguridad regional ni en los costos diplomáticos, sino actuando bajo la lógica del descontrol territorial que impera en muchas zonas del sureste mexicano, donde los gobiernos estatales, acosados por el crimen organizado y debilitados por la corrupción estructural, han perdido el monopolio legítimo del uso de la fuerza. Este cruce ilegal no solo pone en entredicho la capacidad del gobernador chiapaneco para controlar a sus fuerzas de seguridad, sino que evidencia una cultura de impunidad que no distingue entre perseguir criminales y violar el derecho internacional. El silencio o la falta de explicaciones contundentes por parte del gobierno de Chiapas tras la incursión agrava aún más el escenario: ¿fue una operación autorizada por el gobernador o un acto de insubordinación policial? En cualquiera de los casos, el mensaje que se envía a Guatemala es uno de desprecio y temeridad. El presidente Bernardo Arévalo ha reaccionado con sobriedad institucional y firmeza estratégica al activar el Plan Mercurio y buscar soluciones bilaterales en el marco del Grupo de Alto Nivel Sobre Seguridad. Su postura destaca frente a la tibieza del discurso mexicano, que se limita a pedir disculpas sin depurar responsabilidades en Chiapas. La presidenta Claudia Sheinbaum enfrenta aquí su primera prueba diplomática en el sur, y haría bien en exigir un informe riguroso a Ramírez. México no puede permitirse que sus fronteras se gobiernen con lógicas de cártel ni que sus funcionarios estatales actúen como caudillos con licencia para invadir. Lo que está en juego no es solo la relación bilateral, sino la viabilidad de cualquier estrategia conjunta contra el crimen organizado transnacional.

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