Silencio, vigilancia y simulación: los nuevos rostros del autoritarismo en México

Silencio, vigilancia y simulación: los nuevos rostros del autoritarismo en México

El solo nombre de Hugo López-Gattel levanta ámpulas. Lo ocurrido en el Senado con el minuto de silencio solicitado por las víctimas del mal manejo de la pandemia de covid-19 en México —y negado por el presidente de la Mesa Directiva, Gerardo Fernández Noroña— es un acto de violencia simbólica tan grave como revelador. El homenaje no era una provocación partidista ni un recurso propagandístico; era un gesto mínimo de dignidad frente a una tragedia nacional que dejó más de 700 mil muertes en exceso, muchas de ellas evitables, como lo han documentado organismos internacionales y expertos en salud pública. Hugo López-Gatell, quien fue designado como “representante de México en la OMS”, en un cargo inexistente en la ley, representa no solo una de las gestiones más negligentes del sistema sanitario mexicano, sino también la impunidad institucional que se ha normalizado bajo el discurso de la “4T”. Que se le premie con un nuevo puesto, en lugar de investigarlo por omisión, falseamiento de datos y decisiones políticas mortales —como la resistencia a aplicar pruebas masivas, el desprecio por el cubrebocas o la tardía compra de vacunas—, es un insulto a la memoria de quienes murieron y a las familias que los lloran. La intervención de la senadora Cristina Ruiz al ceder su tiempo en tribuna para guardar el minuto de silencio fue un acto de profunda carga moral y política: usó las reglas del Senado para enmendar una infamia institucional. Mientras tanto, la bancada de Morena interrumpía, aplaudía y banalizaba la escena, confirmando su desconexión total con el dolor del país. Esa actitud no solo revela una falta de respeto, sino una peligrosa banalización del poder: cuando se pierde el pudor ante los muertos, todo lo demás es posible. Lo que se vivió no fue un mero episodio legislativo, sino una puesta en escena de la decadencia ética del oficialismo, donde la lealtad al caudillo está por encima de la compasión, la responsabilidad y la verdad. En democracias maduras, los errores de gestión durante una crisis sanitaria de estas proporciones generan comisiones independientes, renuncias forzadas y procesos judiciales. En México, se premia al responsable. Lo que hace aún más ofensivo el acto de Fernández Noroña es que, en su papel como presidente del Senado, debería representar a toda la Cámara, no solo al bloque oficialista. Su negativa a permitir el minuto de silencio fue un uso autoritario del reglamento para blindar políticamente a los suyos, mientras mutila el duelo nacional. Esta escena no se olvida porque es la síntesis del poder cuando se divorcia de la realidad, cuando la política se convierte en negación, y el Estado en un espejo roto donde ya no se reflejan ni los muertos.

 

El anuncio de que la CURP biométrica sustituirá a la credencial del INE como identificación oficial para todos los trámites representa un giro de alto riesgo en la arquitectura institucional del país, en especial por sus implicaciones en materia de derechos civiles, protección de datos personales y equilibrio de poderes. Esta medida no surge del vacío: es producto de una estrategia progresiva de concentración de datos personales en manos del Ejecutivo federal, bajo el pretexto de la eficiencia administrativa y el combate al fraude. Sin embargo, lo que se perfila es una peligrosa centralización de la identidad ciudadana en una sola base de datos controlada directamente por el gobierno, debilitando a organismos autónomos como el Instituto Nacional Electoral (INE), que históricamente han funcionado como contrapesos del poder. La CURP biométrica, al incluir huellas dactilares, reconocimiento facial y posiblemente iris, implica una forma de vigilancia masiva que vulnera principios básicos de privacidad, sin que exista hasta ahora una legislación robusta ni protocolos auditables de protección de esos datos. Este proyecto fue impulsado desde la Secretaría de Gobernación (SEGOB) bajo el argumento de «homologar» identificaciones para evitar duplicidades, pero en el fondo es parte de una ofensiva para desmantelar la autonomía del INE tras años de confrontación política con el expresidente López Obrador, y ahora con la presidenta Claudia Sheunbaum. Quienes lo hicieron posible son legisladores oficialistas que aprobaron sin reservas la reforma a la Ley General de Población (2023) que dio vida al Registro Nacional de Población con datos biométricos obligatorios, así como los operadores dentro del Registro Nacional de Población (RENAPO), que actuaron como brazo técnico del plan. A ello se suman los jueces y magistrados que han ignorado múltiples amparos y advertencias de organismos de derechos humanos nacionales e internacionales. Lo irónico –y alarmante– es que para obtener la CURP biométrica aún se exija presentar la credencial del INE, confirmando que no se trata de una sustitución real, sino de una absorción autoritaria de funciones por parte del gobierno. La promesa de seguridad carece de sustento técnico y jurídico, sobre todo en un país donde la información de millones de personas ha sido filtrada desde bases oficiales sin consecuencia alguna. Más que una modernización, esta medida se asemeja a un desmontaje institucional. En lugar de construir confianza, el Estado abre la puerta a una vigilancia estructural disfrazada de simplificación administrativa. Estamos ante un experimento identitario que borra las líneas entre ciudadanía y sumisión burocrática, sin debate público y con claros beneficios políticos para quienes buscan controlar cada rincón del aparato estatal.

El pronunciamiento de Manuel Añorve Baños, senador del PRI, en rechazo a la implementación de la CURP biométrica como nueva identificación oficial, apunta con acierto al núcleo del problema: esta no es una política de modernización administrativa ni de fortalecimiento institucional, sino una estrategia encubierta de control social con tintes claramente autoritarios. Su alusión al concepto orwelliano de Big Brother no es un exceso retórico, sino una advertencia legítima frente a un modelo de vigilancia estatal que se está consolidando sin salvaguardas jurídicas, sin discusión pública profunda y sin un marco técnico transparente. Sin embargo, este posicionamiento también expone la hipocresía estructural de una clase política que por décadas ha sido cómplice —activa o pasiva— de la erosión de las libertades individuales. El PRI, partido al que pertenece Añorve, fue durante años arquitecto de un sistema de control político basado precisamente en la manipulación de los registros civiles, los padrones electorales y la credencialización ciudadana. Que hoy asuma una postura crítica resulta oportuno, pero también oportunista, si no va acompañado de una propuesta legislativa robusta que restituya la autonomía del INE, impida el uso político de los datos biométricos y garantice auditorías independientes al nuevo sistema de identificación. Lo cierto es que la “Ley Espía”, como la ha denominado el legislador, no es una medida aislada, sino parte de una deriva institucional más amplia donde el Estado busca monopolizar no solo la información, sino la identidad misma de sus ciudadanos. La recolección centralizada de datos biométricos en un país donde la impunidad es norma y las filtraciones de bases de datos son frecuentes, representa una amenaza real y presente a la privacidad, la presunción de inocencia y la libertad de asociación. La narrativa oficialista, que habla de “eficiencia” y “simplificación”, encubre un intento por disolver las fronteras entre ciudadano y súbdito. Lo más preocupante es que esta medida llega en un contexto de debilitamiento de órganos autónomos, militarización de la seguridad y sumisión del Poder Judicial ante el Ejecutivo. La verdadera modernización de un país no pasa por reducir al individuo a un código biométrico en manos del poder, sino por robustecer instituciones, garantizar derechos y construir ciudadanía desde la pluralidad y la libertad. Añorve tiene razón al señalar el riesgo, pero la oposición —si quiere ser creíble— debe pasar de la consigna a la acción legislativa y judicial, llevando este caso hasta las últimas consecuencias en tribunales nacionales e internacionales, porque lo que está en juego no es un trámite: es la estructura misma de la democracia constitucional.

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