Las elecciones más grandes en la historia de México en riesgo

La crisis que sacude al TEPJF a solo seis meses de las elecciones más grandes en la historia de México, es una señal de alarma para el proceso democrático.
Las elecciones más grandes en la historia de México en riesgo
La crisis que sacude al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) a solo seis meses de las elecciones más grandes en la historia de México, no solo es una señal de alarma para el proceso democrático, sino también un reflejo de la vulnerabilidad institucional que amenaza la estabilidad política del país. Y por enconos personales. La situación interna del TEPJF, con sus magistrados en conflicto, es más que una disputa interna; es el síntoma de un mal mayor que pone en tela de juicio la credibilidad y la funcionalidad del órgano arbitral supremo en cuestiones electorales. Las críticas feroces como las de Roberto Gil Zuarth, exigiendo la renuncia de todos los magistrados «por decoro», evidencian la profunda desconfianza en la capacidad del Tribunal para autogobernarse y, por ende, para administrar justicia electoral con imparcialidad y eficacia. No es menor la denuncia de que los magistrados han perdido «la brújula y el control hasta de sus emociones», lo que se traduce en una crisis de confianza que socava la institución justo en el preámbulo de las elecciones. La incapacidad del Tribunal para designar al secretario ejecutivo, y las luchas de poder que se extienden más allá de sus paredes, apuntan a una estrategia de debilitamiento de los órganos electorales que, en palabras de Luis Carlos Ugalde, constituye una «alarma roja». Su observación de que el TEPJF es el guardián final de la legalidad electoral subraya la gravedad de la crisis: un árbitro dividido y cuestionado difícilmente puede garantizar la legitimidad y la transparencia de un proceso electoral. La negativa de Reyes Rodríguez Mondragón de dejar la titularidad del Tribunal, no compone nada. La semana estaría cargada de acusaciones. El tema debilita a la democracia. Ese es el riesgo real.
La crisis de seguridad en Texcaltitlán y la respuesta de los ciudadanos ante la extorsión se dieron como hartazgo por las deficiencias operativas a nivel municipal y estatal, y plantean serios cuestionamientos sobre las políticas y estrategias de seguridad a nivel nacional. Catorce muertos en un pueblito como Texcaltitlán, fueron suficientes para poner de nuevo en tela de juicio lo realizado por la llamada cuarta transformación, y su polémica estrategia de abrazos y no balazos. De regañar a los criminales en vez de encerrarlos y debilitar sus estructuras. En un contexto donde la administración actual, liderada por el presidente Andrés Manuel López Obrador, quien ha prometido pacificar el país, hechos como los ocurridos en Texcaltitlán exponen un abismo entre las promesas y la realidad. La estrategia de  cariños se ve desafiada ante estos actos de autodefensa por parte de la población civil. La administración de Delfina Gómez, como representante de la política educativa del país, también enfrenta críticas por no abordar de manera integral los factores socioeducativos que podrían estar contribuyendo a un entorno propenso a la delincuencia. De su rápida o lenta reacción mejor mi hablemos. La situación en Texcaltitlán también es un reflejo de que el país se cae a pedazos en materia de justicia social. La ciudadanía, ante la percepción de inacción o insuficiencia de medidas por parte de sus gobernantes, reclama una estrategia de seguridad que vaya más allá de las buenas intenciones y que se materialice en acciones concretas y efectivas. El descontento popular, como se refleja en las redes sociales y las voces críticas, no solo pide cuentas a los encargados directos de la seguridad, sino también a aquellos en los más altos niveles de gobierno, quienes tienen la responsabilidad de garantizar la paz y el orden público. El monstruo de las mil cabezas ya mostró una, y quizás la más feroz y aún viendo el reguero de cadáveres piden a la población que todos juntos enfrentemos a los criminales. Eso es lavarse las manos de la manera más vil.

La muerte de Consuelo Loera, madre de Joaquín «El Chapo» Guzmán, avivó las llamas de una politización voraz que consume a México. En este juego de descalificaciones, la figura de una madre anciana se convierte en un espectáculo que no distingue entre el respeto a los muertos y la oportunidad política. La presencia simbólica de figuras como el ex presidente Felipe Calderón y la política Margarita Zavala en el velorio, tal como se satiriza en las redes sociales, es una representación grotesca de cómo la política mexicana puede descender al nivel de explotar hasta el más íntimo de los eventos humanos para ganar puntos políticos y para denostarse unos a otros. Es terrible analizar a que grado hemos llegado como sociedad. Independientemente de que se trate d ela madre de un narcotraficante, la clase política la utiliza como dardo envenenado. Por otro lado, la ausencia de López Obrador en Acapulco, sumada a la expectativa morbosa de si hará acto de presencia en el velorio, pone de manifiesto la obsesión por vincular cada acción del presidente con la figura de «El Chapo», como pretexto para ahondar en las divisiones de un país ya de por sí fracturado. Esta insistencia en asociar al gobierno actual con la familia Guzmán Loera no hace más que alimentar una narrativa que distrae y divide. Lo irónico es el contraste con la violencia que sacude al Estado de México, donde la matanza de extorsionadores debería ocupar los titulares y la atención presidencial en lugar de la muerte de la madre de un narcotraficante. La muerte de Consuelo Loera debería ser un asunto de luto privado, no una herramienta para destruir el poder político. Es hora de que México exija a sus líderes políticos que eleven el nivel, conscientes de que no lo van a hacer.

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