La reforma judicial propuesta por el expresidente López Obrador, avalada por la presidenta Claudia Sheinbaum, y respaldada por Luisa María Alcalde Luján, lideresa de Morena, junto con la maquinaria legislativa guinda, representa una amenaza significativa a la independencia del Poder Judicial, al incorporar criterios absurdos y politizados para la selección de jueces y magistrados. La exigencia de un promedio de 8 o 9 en estudios jurídicos (artículo 95) y cinco cartas de recomendación (artículo 96) no solo es elitista, sino que desconoce las complejidades de la carrera judicial, reduciendo la idoneidad a requisitos académicos irreales. Este enfoque burocrático no garantiza competencia o imparcialidad; por el contrario, abre la puerta a un sesgo educativo y social, dejando fuera a potenciales candidatos competentes por razones estrictamente académicas o de acceso a redes de recomendación, lo cual podría beneficiar a aquellos con conexiones políticas. La elección directa de jueces por votación popular es otra barbaridad incluida en esta reforma, pues politiza abiertamente un ámbito que debe permanecer alejado de intereses electorales. Someter a los jueces a campañas y votaciones no solo compromete su imparcialidad, sino que introduce incentivos para ceder a la presión pública y política, socavando principios básicos de justicia, como la autonomía e independencia. La pretensión de controlar al Poder Judicial desde los poderes políticos de turno, bajo el pretexto de democratización, revela un intento de someter la justicia a voluntades partidistas y populistas. La reforma implica, además, la centralización del poder judicial bajo un nuevo órgano administrativo, lo cual podría facilitar la manipulación de nombramientos y sanciones, reduciendo la capacidad del sistema de funcionar de manera autónoma y objetiva. Este conjunto de medidas no solo afecta la legitimidad del Poder Judicial, sino que constituye un atentado directo contra la separación de poderes y el Estado de derecho, pilares esenciales de una democracia moderna. La respuesta necesaria a esta propuesta debe ser firme y decidida: defender la independencia judicial como una garantía de justicia imparcial, lejos de la política partidista y del control autoritario del Estado.
La situación en Chiapas es un claro reflejo del fracaso gubernamental bajo Rutilio Escandón Cadenas, donde la violencia ha escalado sin control y el desplazamiento forzado ya afecta a más de 15,000 personas en 2024. La permisividad del gobierno estatal frente al crimen organizado y su falta de acción ante las extorsiones, asesinatos y enfrentamientos han creado un ambiente de terror, especialmente en zonas como San Cristóbal de las Casas, punto clave del turismo en la región. La comunidad indígena y rural ha sido la más afectada, con familias obligadas a huir de sus tierras bajo amenazas de muerte o presiones para adquirir armas de alto calibre, como denunció Manuel Gómez Velasco, representante de los desplazados de Santa Martha. La respuesta gubernamental no solo ha sido insuficiente, sino que raya en la complicidad, al permitir el cobro de «derecho de retorno» de hasta 80,000 pesos para recuperar sus propiedades, lo que demuestra un nivel de abandono estatal inaceptable. La directora del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, Dora Roblero García, ha documentado la magnitud de esta crisis y enfatiza la incapacidad del gobierno para abordar el problema. La falta de intervención efectiva por parte de la administración de Escandón deja en evidencia una estrategia de seguridad fallida, que ha sido incapaz de frenar el desplazamiento forzado, proteger a la población, o siquiera restablecer la confianza ciudadana. La atracción de casos de alto perfil, como el asesinato del sacerdote Marcelo Pérez Pérez por parte de la FGR, evidencia la incapacidad estatal para enfrentar la violencia. Sin embargo, la intervención federal ha sido reactiva y no preventiva, lo que perpetúa el ciclo de violencia y vulnerabilidad. Este panorama sombrío demanda una intervención contundente y sostenida por parte del próximo gobierno, liderado por Eduardo Ramírez, para restablecer la paz, garantizar el retorno seguro de los desplazados y reconstruir el tejido social devastado por la inseguridad y la corrupción sistémica que ha permitido la expansión del crimen organizado en la entidad.
El reciente enfrentamiento verbal entre Adán Augusto López y Marko Cortés revela mucho más que simples tensiones políticas; refleja la arrogancia y la confianza desmedida del partido en el poder. La burla de Adán Augusto, asegurando que el PAN necesitaría al menos 50 años para obtener una mayoría calificada capaz de revertir las reformas de Morena, no solo muestra un tono condescendiente, sino que evidencia la consolidación del control político que Morena ha logrado imponer en el Congreso. Esta declaración no es un simple comentario sarcástico, sino un símbolo de la manera en que Morena percibe su propia permanencia y el profundo desdén hacia la oposición, a la que considera débil e incapaz de generar un contrapeso efectivo. La supuesta “supremacía constitucional” que Morena promueve a través de reformas al Poder Judicial, entre otras, busca blindar los cambios estructurales para asegurar su influencia a largo plazo. Sin embargo, más allá del cinismo de las palabras de Adán Augusto, el verdadero problema radica en el trasfondo autoritario de la estrategia: reducir al mínimo las posibilidades de reversión de políticas que han sido altamente cuestionadas por sectores de la sociedad civil, expertos constitucionales y la misma oposición política. El escenario que se perfila es uno de control absoluto del aparato legislativo, en donde la reforma tras reforma se consolida no por consenso ni diálogo, sino por el abuso de mayorías obtenidas en su mayoría mediante alianzas cuestionables y el despliegue de tácticas coercitivas en el Congreso. La afirmación de Adán Augusto sobre la imposibilidad del PAN de revertir las reformas en el futuro es una declaración de guerra política; una muestra clara de que Morena no solo aspira a legislar con mayoría, sino a hacerlo de manera irreversible, asegurando su legado con reformas que entorpecen cualquier esfuerzo democrático de cambio o ajuste. Al hacer estas afirmaciones, Adán Augusto no solo demuestra la soberbia de un partido que se siente invulnerable, sino que resalta el peligro de un sistema político en el que el poder se perpetúa a costa de la pluralidad y el debate. Las palabras del morenista, lejos de ser un comentario inocuo, son una advertencia sobre el modelo político que aspiran a consolidar: uno donde la oposición queda condenada a la irrelevancia, y las reformas se convierten en dogmas inamovibles, sin importar su impacto en la justicia, la equidad y el equilibrio de poderes.