La presidencia de Andrés Manuel López Obrador ha sido un periodo cargado de tensiones políticas, emociones polarizantes y una relación tumultuosa con diversos sectores del país. La idea de que «llegó enojado y se va enojado» es una metáfora poderosa que encapsula su estilo personal de liderazgo, su relación conflictiva con ciertos actores políticos y económicos, y la continua confrontación con los medios y opositores. Desde su llegada al poder en diciembre de 2018, AMLO adoptó un discurso combativo y anti-establishment. La «cuarta transformación», su ambicioso proyecto político, se construyó en torno a la idea de romper con el viejo régimen que, según él, estaba caracterizado por la corrupción, el neoliberalismo y el control de una élite política y empresarial sobre el país. Su narrativa siempre ha sido la de un presidente en lucha: contra la corrupción, contra los «privilegios» de las élites y contra los que él llama «conservadores». En este sentido, su estilo de gobierno se basó en la confrontación, tanto en el plano discursivo como en el político. El «enojo» con el que llegó al poder puede entenderse como una manifestación de su insatisfacción con lo que consideraba un estado de cosas inaceptable en México: la creciente desigualdad, la falta de oportunidades para los más pobres, la violencia y la corrupción endémica. Este enojo, que movilizó a millones de mexicanos a apoyarlo, fue el motor de su discurso populista que atrajo a una gran masa de votantes hartos de la situación. Sin embargo, ese mismo enojo también lo colocó en una posición de constante fricción con aquellos que no compartían su visión o que cuestionaban sus políticas. Ahora, cuando está a punto de dejar la presidencia, es evidente que ese tono combativo persiste. A lo largo de su mandato, López Obrador no cesó de criticar a los medios de comunicación, a la clase empresarial, a la oposición política e incluso a organismos autónomos como el Instituto Nacional Electoral y el Poder Judicial. Su estilo de gobernar, basado en la «mañanera», se caracterizó por una comunicación directa con el pueblo, pero también por una retórica confrontativa con quienes él percibía como adversarios. El hecho de que «se va enojado» refleja la percepción de que, a pesar de haber logrado consolidar su proyecto político —con la creación de múltiples programas sociales y grandes proyectos de infraestructura—, López Obrador nunca logró superar las diferencias estructurales del país ni resolver las profundas divisiones entre las clases políticas y sociales. El escaso margen de cooperación con actores opositores y las críticas constantes hacia su estilo de gobierno han acrecentado este sentimiento de frustración. Aunque deja el poder con una aprobación notablemente alta, también lo hace en medio de una sociedad profundamente polarizada y con temas sin resolver, como la creciente violencia y la crisis de seguridad. En unas horas literalmente se irá a La Chingada, con algunas paradas previas.
La imagen de Luisa Alcalde, hoy secretaria de Gobernación, sosteniendo un cartel con el número de días «sin respuesta» en relación al caso Ayotzinapa, evidencia la frustración que ha acompañado esta tragedia durante una década. El caso de los 43 estudiantes desaparecidos sigue siendo un referente de la incapacidad del Estado mexicano para impartir justicia, exponiendo una crisis de impunidad que ha persistido a lo largo de varios gobiernos. Pese a las promesas de Andrés Manuel López Obrador, quien aseguró que su administración haría de Ayotzinapa una prioridad, los avances han sido insuficientes, y el caso continúa plagado de irregularidades. La «verdad histórica» promovida por el gobierno de Enrique Peña Nieto fue desacreditada, pero el nuevo gobierno, pese a crear comisiones y reiniciar investigaciones, no ha logrado quebrar el muro de opacidad que rodea a actores clave como el Ejército. La implicación del 27 Batallón de Infantería en los hechos, un elemento que siempre se sospechó, ha generado tensiones con el poder civil, pues el actual gobierno, mientras busca castigar estos excesos, también ha fortalecido el papel de las fuerzas armadas en diversas áreas. El creciente enojo social se refleja en las marchas y protestas que exigen respuestas, una demanda que contrasta con la percepción de que el tiempo ha diluido las posibilidades de justicia. La falta de avances en este caso no solo erosiona la legitimidad del Estado, sino que también agrava la desconfianza en las instituciones, marcando una dolorosa herencia que seguirá afectando al país mucho después de que la administración actual llegue a su fin. La promesa de justicia sigue siendo una deuda pendiente que, más allá de los esfuerzos discursivos, ha quedado sin saldarse, afectando profundamente la conciencia colectiva de México. Hoy, a Luisa María Alcalde le toca estar del lado del poder, donde se resuelven los problemas; esos que no pudo resolver. Una prueba más de que exigir y dinamitar, como lo hizo ella hace unos años, es lo mas sencillo.
El cierre del sexenio de Andrés Manuel López Obrador revela un panorama contradictorio respecto a sus promesas iniciales. Aunque AMLO llegó al poder con un discurso de austeridad republicana y un compromiso firme de no endeudar más al país, la realidad muestra una brecha significativa entre el discurso y los hechos. La deuda pública aumentó en 6.6 billones de pesos, el mayor incremento en un sexenio en la historia reciente de México. Esto significa que, al término de su administración, cada mexicano deberá aproximadamente 126,818 pesos. Este crecimiento exponencial de la deuda contradice uno de los pilares discursivos de su mandato, donde se insistía en la «responsabilidad fiscal» y en no endeudar al país para proteger las finanzas públicas de futuras crisis. Este aumento histórico de la deuda, coloca al gobierno de López Obrador por encima de sus predecesores en términos absolutos, incluso superando a Enrique Peña Nieto, cuyo gobierno también fue criticado por el manejo de la deuda. A pesar de que se argumenta que parte de este endeudamiento se justificó por la pandemia de COVID-19 y las crisis globales derivadas de la inflación y el conflicto en Ucrania, el peso financiero recae ahora sobre la próxima administración, liderada por Claudia Sheinbaum, quien enfrentará el desafío de manejar una deuda que podría alcanzar el 52.5% del PIB para 2025. El crecimiento de la deuda también se ha visto acompañado por el uso de los fondos de estabilización que, según expertos, han sido reducidos drásticamente, limitando el margen de maniobra para enfrentar futuras crisis económicas. Esto representa un riesgo considerable, ya que el siguiente gobierno no contará con los mismos mecanismos de respaldo para enfrentar shocks externos. La «barrera psicológica» del 50% de deuda respecto al PIB está cerca de ser superada, un hecho que genera incertidumbre sobre la capacidad de México para seguir financiando proyectos sociales y de infraestructura sin comprometer la estabilidad macroeconómica. Así, aunque AMLO abandone la presidencia con una aprobación considerable, deja tras de sí un legado financiero que contradice el mantra de «primero los pobres», ya que el aumento de la deuda pública afecta especialmente a las futuras generaciones, que deberán enfrentar las consecuencias del mayor endeudamiento en lo que va del siglo. Y viene una segunda parte de lo mismo.