Ayotzinapa, violencia en la CDMX y relevo legislativo: tres pruebas críticas para el Estado mexicano

Ayotzinapa, violencia en la CDMX y relevo legislativo: tres pruebas críticas para el Estado mexicano

La conmemoración del onceavo aniversario de la desaparición forzada de los 43 normalistas de Ayotzinapa confirmó lo que amplios sectores sociales ya advertían: la llamada “verdad histórica” no solo ha colapsado, sino que el intento por sustituirla con una narrativa de justicia transformadora ha fracasado estrepitosamente. El caso Ayotzinapa, que fue piedra angular del discurso de legitimidad de Andrés Manuel López Obrador y de su promesa de ruptura con el pasado priista, hoy exhibe al régimen obradorista como rehén de los mismos silencios y complicidades que decía combatir. La agresiva protesta del 25 de septiembre —cuando manifestantes embistieron con un camión la puerta del Campo Militar No. 1— es un grito político que trasciende el dolor: acusa directamente al Ejército de encubrimiento, manipulación y participación en la desaparición. Ese acto, inédito en su intensidad, pone contra las cuerdas al gobierno de Claudia Sheinbaum, que hereda no solo el expediente judicial inconcluso, sino la desconfianza estructural de las víctimas y de amplios sectores sociales frente al papel de las Fuerzas Armadas. Lo más grave es que el Estado, que en 2018 se presentó como renovado, terminó replegándose ante el poder militar: archivó informes del GIEI, desacreditó testigos, bloqueó accesos a documentación clave y se alineó con el discurso de la “inexistencia de pruebas definitivas” sobre la participación castrense. A ello se suma el silencio ominoso de la Fiscalía General de la República y la parálisis institucional de las autoridades locales, incluida la fiscal capitalina Bertha Alcalde, cuya cercanía con el oficialismo impide verla como figura neutral. Ayotzinapa ya no es solo una herida histórica, sino un juicio en tiempo real sobre la viabilidad moral de la llamada Cuarta Transformación. Las familias no buscan venganza, sino verdad, y ésta ha sido sistemáticamente negada. Lo que en 2014 fue horror, y en 2018 fue esperanza, en 2025 se ha convertido en traición. La militarización de la vida pública, la opacidad castrense y la captura de las investigaciones por intereses políticos han convertido al caso en el símbolo de que la justicia en México tiene límites definidos por la obediencia jerárquica y no por la legalidad constitucional. Ayotzinapa interpela al régimen con una fuerza moral que ningún comunicado puede neutralizar: sin verdad, no hay transformación. Sin castigo a los responsables —por muy uniformados que estén— no hay justicia, sino simulación institucionalizada. Y cuando la simulación se convierte en política de Estado, lo que se entierra no es solo la verdad, sino la democracia misma.

La ola de violencia que culminó con el asesinato de los músicos colombianos Bayron Sánchez Salazar (“B-King”) y Jorge Luis Herrera Lemos (“DJ Regio Clown”), y la desaparición de la influencer venezolana Angie Miller, ha puesto a prueba —y hasta ahora ha desnudado— la inoperancia del aparato de seguridad y justicia bajo la conducción de Clara Brugada, jefa de Gobierno de la Ciudad de México, y Bertha Alcalde Luján, recién designada fiscal capitalina. Ambas figuras, formadas en la ortodoxia lopezobradorista, simbolizan la consolidación de un modelo político que privilegia la obediencia al grupo por encima de la competencia técnica, y hoy ese modelo comienza a colapsar ante el embate del crimen organizado. Clara Brugada, con largo historial en Iztapalapa, llega al cargo con discurso de izquierda popular, pero carece de una estrategia contundente frente a la criminalidad metropolitana, que ya no se esconde en los márgenes sino que ejecuta, tortura y desaparece en zonas como Polanco o Benito Juárez. En lugar de liderar una ofensiva institucional para esclarecer los hechos y proteger a los posibles testigos —como Angie Miller—, su reacción ha sido tibia, burocrática y sin visión de Estado. Por su parte, Bertha Alcalde, heredera política de una de las familias más cercanas al núcleo del poder obradorista, enfrenta su primer gran caso como fiscal general capitalina sin mostrar, hasta ahora, autonomía ni eficacia. Que su oficina no haya logrado, más de una semana después, ofrecer una narrativa coherente del crimen ni avances sustantivos en la localización de la actriz desaparecida, no solo compromete su legitimidad, sino que envía un mensaje inequívoco al crimen: en la CDMX, pueden matar con brutalidad y desaparecer testigos sin consecuencias inmediatas. La sospecha de que el doble homicidio está vinculado a La Familia Michoacana, por un supuesto ajuste de cuentas con “chapulines”, compromete aún más a ambas funcionarias, pues obliga a reconocer que los cárteles ya no operan desde la periferia rural, sino que están infiltrados en los circuitos urbanos, de entretenimiento y movilidad cotidiana. La Ciudad de México, que históricamente se mantuvo como un “refugio seguro” frente al narco, ha sido rebasada, y quienes hoy la gobiernan no parecen comprender la dimensión del fenómeno. El mensaje de WhatsApp donde DJ Regio Clown menciona una reunión con un “comandante” y un tal “Mariano” muestra que las víctimas no eran ajenas a un contexto de riesgo, pero también pone en evidencia la ausencia de inteligencia institucional: nadie supo, nadie previó, nadie protegió. Si Brugada y Alcalde siguen operando bajo la vieja máxima lopezobradorista del “90% lealtad, 10% capacidad”, su paso por el poder no será recordado por reducir la violencia, sino por haberle abierto las puertas al crimen organizado en la capital del país. La tragedia de estos artistas extranjeros no es un caso aislado: es una advertencia de que la impunidad ha encontrado nuevas oficinas donde instalarse.

La designación de Kenia López Rabadán como presidenta de la Mesa Directiva de la Cámara de Diputados no solo representa un cambio de estilo en la conducción legislativa, sino una apuesta política de la oposición por reconquistar espacios de institucionalidad en un Poder Legislativo que, durante los últimos años, ha sido terreno fértil para la polarización, el protagonismo ideológico y el sometimiento funcional al Ejecutivo. La diferencia más brutal con su antecesor en la vicepresidencia legislativa, Gerardo Fernández Noroña, no es únicamente de formas, sino de concepción del poder. Mientras Noroña representaba el arquetipo del legislador de la “Cuarta Transformación”: visceral, beligerante, obediente al dogma obradorista y enfocado más en el espectáculo que en la técnica legislativa, López Rabadán asume una postura que busca, al menos en apariencia, restablecer el principio de equilibrio republicano entre poderes. Su nombramiento, por mayoría calificada y con respaldo incluso de Morena, evidencia una necesidad institucional de volver al orden frente a la intensidad parlamentaria que caracterizó el primer año de esta LXVI Legislatura. En su discurso, ella misma lo plantea con claridad: hay tiempos para debatir y hay tiempos para dirigir. Pero la pregunta es si podrá mantener esa promesa de imparcialidad, viniendo de un historial parlamentario marcado por la confrontación directa contra Morena, AMLO y Claudia Sheinbaum. Su reto principal será sostener la neutralidad cuando lleguen al pleno temas tóxicos como el Presupuesto de Egresos 2026, las reformas estructurales que prepara el oficialismo o las comparecencias de funcionarios cuestionados. En contraste, Fernández Noroña usó su cargo como tribuna personal y trinchera ideológica, desdibujando los límites entre el legislador y el militante, entre el vicepresidente y el agitador. Su legado es un Congreso convertido en campo de batalla donde se impone la consigna y se margina la deliberación. López Rabadán promete lo contrario: un Congreso como caja de resonancia plural, donde la voz de la minoría no solo se escuche sino que se respete. Sin embargo, deberá demostrar con hechos que no utilizará su posición como plataforma opositora encubierta. Si cae en la tentación de usar la presidencia para golpear al gobierno desde una supuesta neutralidad institucional, perderá toda legitimidad y contribuirá a la misma erosión que hoy critica. Pero si logra imponer reglas parejas, frenar abusos parlamentarios y garantizar una conducción sobria y legal, su paso por la presidencia de la Cámara puede convertirse en el precedente que rehabilite el valor del Legislativo en un sistema presidencialista hipertrofiado. La diferencia entre ella y Noroña, entonces, no solo será de estilo, sino de visión: del grito al procedimiento, de la tribuna a la ley, del espectáculo a la conducción. El Congreso, y el país, lo necesitan.

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