Muy mal inicio de sexenio. El asesinato de Alejandro Arcos Catalán, presidente municipal de Chilpancingo, ha generado una respuesta de gran magnitud en Guerrero y en el ámbito nacional. La condena de la gobernadora del estado, Evelyn Salgado Pineda, al acto es solo una parte de un entramado más complejo de violencia y seguridad pública que afecta no solo a la región, sino a México en su conjunto. Este caso ha escalado rápidamente en la opinión pública, especialmente tras conocerse que, días antes de su asesinato, Arcos Catalán había solicitado protección a la gobernadora en un espacio mediático de alta visibilidad, el programa de Ciro Gómez Leyva. Lo que complica aún más la situación es que dicha solicitud de protección no fue atendida a tiempo, lo que ha generado críticas y acusaciones directas hacia el gobierno estatal. La violencia que asola Guerrero no es un fenómeno reciente, pero los asesinatos de figuras políticas han incrementado su visibilidad. La situación de seguridad en Chilpancingo se ha deteriorado, reflejando los patrones de violencia que suelen vincularse al control territorial por parte de grupos del crimen organizado. En este caso, no solo se trata de la muerte de Arcos Catalán, sino que días antes había sido asesinado Francisco Tapia, secretario del ayuntamiento de Chilpancingo, lo que sugiere una serie de eventos conectados. Estos homicidios han reavivado el debate sobre la inseguridad y la responsabilidad de los gobiernos locales y estatales en la protección de figuras públicas y, más aún, de los ciudadanos. Las acusaciones en redes sociales, que apuntan directamente a la gobernadora y su presunta complicidad con el narcotráfico, es una muestra de la frustración y desconfianza de ciertos sectores de la sociedad hacia las autoridades. Estas acusaciones, si bien carecen de pruebas públicas directas, reflejan un ambiente de sospecha sobre la posible injerencia o influencia del crimen organizado en las instituciones locales, lo cual no es un tema nuevo en Guerrero, uno de los estados más golpeados por la violencia criminal en México. El hecho de que Arcos Catalán pidiera protección públicamente y no la recibiera antes de su asesinato pone en entredicho la capacidad del gobierno estatal para garantizar la seguridad de sus propios funcionarios. La reacción de Salgado Pineda, que condena enérgicamente el homicidio, no será suficiente para apaciguar a quienes demandan responsabilidades más concretas. En una sociedad que ya percibe una erosión de las instituciones frente al poder del crimen organizado, la inacción o respuestas insuficientes de parte del gobierno solo alimentarán la idea de que las autoridades están superadas o, peor aún, comprometidas. Comenzar el sexenio con un decapitado opositor, es un muy mal inicio.
Líneas de investigación habrá muchas, pero una es clara: el asesinato de Alejandro Arcos Catalán, alcalde de Chilpancingo, pone de manifiesto las profundas conexiones entre la política local y el crimen organizado en Guerrero. La predecesora de Arcos Catalán, Norma Otilia Hernández, fue expulsada de Morena tras filtrarse un video en el que se le veía reunida con uno de los líderes del grupo criminal Los Ardillos. Esta organización ha ejercido una gran influencia en la región, y la reunión de Hernández con su líder generó duras críticas, afectando no solo la credibilidad del partido, sino también la percepción de las instituciones locales, cuya autonomía frente al narcotráfico está cada vez más en duda. Este incidente resalta cómo las fronteras entre la política y el crimen organizado en Guerrero son cada vez más borrosas. La expulsión de Hernández, lejos de poner fin a esta percepción, reforzó la idea de que la infiltración del narcotráfico en la política regional es un fenómeno extendido. A raíz de este contexto, algunos observadores sugieren que el asesinato de Arcos Catalán podría estar relacionado con su negativa a pactar con estos grupos criminales, en marcado contraste con su antecesora. Si bien estas conjeturas aún no han sido confirmadas oficialmente, reflejan el ambiente de desconfianza e inseguridad que prevalece en la región. La creciente frustración social se ha canalizado hacia la gobernadora Evelyn Salgado, quien ha recibido críticas contundentes por su aparente incapacidad para controlar la violencia. El asesinato de un alcalde en la capital del estado no solo es un golpe simbólico, sino un indicio preocupante sobre la ineficacia del gobierno para garantizar la seguridad, incluso en los niveles más altos de la administración pública. Las demandas de renuncia de la gobernadora exponen una creciente presión política y social para que se tomen medidas decisivas en contra de la violencia y la infiltración del crimen organizado. La secuencia de eventos —la reunión de Hernández con un narcotraficante, su expulsión de Morena, y el brutal asesinato de Arcos Catalán— sigue un patrón alarmante que sugiere que aquellos políticos que se resisten a la influencia del narcotráfico están en grave peligro. Esta situación exige una respuesta no solo punitiva, sino también estructural, que aborde las raíces de la violencia y la impunidad que permiten la expansión del crimen organizado en las esferas gubernamentales. Este panorama pone de relieve los desafíos que enfrenta la gobernadora Evelyn Salgado. Cabe recordar que Salgado llegó al poder no por méritos propios, sino como candidata impuesta por Morena, tras la imposibilidad de Félix Salgado Macedonio de postularse debido a su historial legal y acusaciones pendientes. Este hecho no solo resalta la debilidad institucional que se arrastra en Guerrero, sino también la fragilidad de un sistema político que parece cada vez más incapaz de resistir la presión del crimen organizado.
La imposición de Lenia Batres como ministra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación es, en términos tanto jurídicos como lógicos, un auténtico despropósito. Desde su nominación, ha sido duramente criticada, y su designación representa una clara erosión del principio de mérito y capacidad que debería regir en una institución como la SCJN. La Corte, órgano máximo de interpretación constitucional y garante de la separación de poderes, se encuentra ahora con una figura vapuleada por su falta de preparación, conocimientos y experiencia jurídica, lo que ha provocado una ola de indignación en el ámbito judicial y académico. Las críticas hacia Batres no son infundadas: su escaso bagaje técnico, sumado a un desempeño que ha dejado mucho que desear, ha dado lugar a comparaciones irónicas e insultantes, al punto de que ha sido «bautizada» en la opinión pública como incapaz, lo que es grave para quien debería estar entre los más altos custodios del derecho en México. No solo se trata de insultos o exageraciones. Los errores y vacíos conceptuales que ha mostrado desde su nombramiento han sido bochornosos, al punto de que algunos incluso, con ironía, han pedido disculpas a los asnos por las comparaciones al decirle burra. Y es que la jurisprudencia requiere de razonamiento lógico, profundo conocimiento de la Constitución y años de experiencia en el ámbito legal, todos elementos ausentes en el perfil de Batres. El nombramiento de Lenia Batres es un golpe directo a la lógica institucional. En una Corte que debe actuar con independencia y rigurosidad, la llegada de alguien tan evidentemente inadecuada para el cargo socava la legitimidad de la SCJN. Esta designación es una estrategia política más que una decisión fundada en la búsqueda de la justicia y el derecho. La excelencia, el rigor y el conocimiento jurídico fueron reemplazados por lealtades partidistas. Para el derecho, este nombramiento es un insulto a la legalidad y la técnica jurídica. Una institución que debe estar guiada por los más altos estándares éticos y de conocimiento se ve ahora afectada por un capricho político. En términos simples, es absurdo que una persona cuya carrera no ha demostrado el nivel necesario para interpretar la Constitución y sentar precedentes jurídicos deba asumir un cargo de tanta relevancia. El caso de Lenia Batres es el resultado de la politización de las instituciones judiciales en su forma más descarada. La SCJN, lejos de estar integrada por figuras comprometidas con la justicia y la verdad, ahora cuenta con una ministra cuyo único mérito es su alineación con el poder político en turno. Un país que se toma en serio el derecho y el Estado de derecho no puede permitirse retroceder en este sentido. Es un absurdo jurídico que, a largo plazo, tendrá consecuencias devastadoras para la justicia en México.








