La declaración de la presidenta Claudia Sheinbaum respecto a la ola de violencia en Sinaloa y las demandas de destitución del gobernador Rubén Rocha Moya evidencia la complejidad de la situación de seguridad en el estado, pero también subraya los desafíos estructurales y políticos que enfrenta su gobierno en la materia. La afirmación de que «ya no es como antes, cuando la presidencia decidía a quién ponía o quitaba» pretende marcar una distancia con prácticas centralistas del pasado, pero puede interpretarse como una evasión de responsabilidad frente a una crisis que claramente requiere liderazgo y acción decisiva por parte del Ejecutivo Federal. Aunque Sheinbaum enfatiza que su gobierno está «trabajando todos los días» y enviando refuerzos a Sinaloa, sus declaraciones son insuficientes frente a la magnitud del problema, especialmente cuando miles de ciudadanos marchan exigiendo justicia y un cambio inmediato en el liderazgo estatal. El contexto es crucial aquí: Sinaloa ha sido históricamente una de las entidades más afectadas por la violencia relacionada con el crimen organizado, en particular debido a la presencia de cárteles profundamente arraigados en su territorio. La detención de Ismael “El Mayo” Zambada, mencionada por la presidenta como el origen de esta ola de violencia, subraya la estrategia de «captura de líderes» que ha sido utilizada por varios gobiernos, pero que históricamente ha mostrado ser ineficaz para contener la fragmentación de grupos delictivos y la intensificación de los conflictos armados. La incapacidad de anticipar y mitigar las consecuencias de estas acciones refleja fallas estructurales en las políticas de seguridad pública y la falta de un enfoque integral que ataque las raíces económicas, sociales y políticas del problema. Por otro lado, la negativa de la presidenta a intervenir en la destitución del gobernador Rocha Moya plantea una interrogante sobre los límites del federalismo en contextos de crisis. Si bien es cierto que el Ejecutivo no debería operar como árbitro político o eliminar gobernadores a discreción, su rol como garante de la seguridad y la gobernabilidad en todo el país es ineludible. En este caso, la falta de resultados visibles y la persistencia de la violencia debilitan no solo la percepción de Rocha Moya como un líder capaz, sino también la confianza de los ciudadanos en las instituciones estatales y federales. Las declaraciones sobre «construir la paz» y «atender las causas» son necesarias, pero deben ir acompañadas de resultados tangibles que reflejen una reducción real de la violencia y un fortalecimiento del estado de derecho. Ignorar estas protestas lo único que hace es multiplicarlas.
La manifestación de este domingo 26 de enero en Culiacán, Sinaloa, expone el límite de la paciencia ciudadana ante un gobierno incapaz de garantizar seguridad. La indignación fue detonada por el brutal asesinato de un padre y sus dos hijos en Lombardía, un crimen que evidencia la profunda descomposición social y la negligencia gubernamental. La administración de Rubén Rocha Moya, marcada por promesas incumplidas y un alarmante aumento de la violencia, se ha convertido en un ejemplo de ineficiencia y desconexión, mientras los cárteles siguen operando con impunidad. Este caso no es un incidente aislado, sino parte de un patrón de violencia sistemática que las autoridades han normalizado bajo un manto de corrupción e indiferencia. El clamor de los manifestantes, con consignas como “¡Gobernador incompetente!”, refleja el hartazgo de una población que ha sido abandonada. Las demandas no solo exigen justicia para las víctimas, sino un cambio urgente en las políticas de seguridad y una verdadera voluntad de enfrentar al crimen organizado. Sin embargo, el silencio del gobierno estatal solo refuerza la percepción de que Rocha Moya es incapaz de cumplir su deber más básico: proteger la vida de los ciudadanos. Esta inacción alimenta un sentimiento colectivo de desesperanza, mientras el tejido social de Sinaloa se desmorona. La administración de Rocha Moya ha fracasado rotundamente en devolver la paz al estado, y cada día que pasa sin acciones concretas, su legitimidad se desvanece. La muerte de esta familia simboliza la incapacidad gubernamental para proteger a los más vulnerables, y si el gobernador persiste en ignorar las demandas sociales, su renuncia podría convertirse en un hecho inevitable. Sinaloa no puede esperar más simulaciones; es tiempo de resultados reales.
La controversia que rodea al presidente colombiano Gustavo Petro, tras las amenazas de Donald Trump de retirar visas a los funcionarios de su gobierno, ha dejado en evidencia no solo la fragilidad de su postura frente a Estados Unidos, sino también su incoherencia como figura que se autoproclama líder de izquierda y defensor de los sectores populares. Aunque Petro intentó justificar su visita a Estados Unidos asegurando que se reunió con comunidades afroamericanas en barrios marginados, las fotografías que circularon en redes sociales muestran una realidad distinta: fue visto en tiendas de artículos de lujo, un contraste abismal con su retórica de austeridad y empatía con los más vulnerables. Estas imágenes lo muestran como un líder que, lejos de resistir con firmeza a las presiones del «imperio», terminó doblegándose y diluyendo su imagen de independencia. Lo que pudo haber sido una oportunidad para reforzar su narrativa de soberanía terminó reduciendo su figura, proyectando una mezcla de sumisión política y desconexión con los principios que dice representar. Este episodio no es exclusivo de Colombia; México enfrenta una realidad similar con figuras políticas que se presentan como adalides de la izquierda y críticos acérrimos del imperialismo, pero cuyas acciones contradicen sus discursos. Gerardo Fernández Noroña, una de las voces más vocales de la izquierda mexicana, es un caso emblemático. A pesar de sus ataques constantes a Estados Unidos y su postura declaradamente antiimperialista, Fernández Noroña no ha ocultado sus frecuentes viajes al país vecino, e incluso ha sido señalado por disfrutar de comodidades que contrastan con su discurso radical. La contradicción entre sus ideales y su vida personal no es un fenómeno aislado; otros nombres de la política mexicana, como Manuel Bartlett, actual director de la CFE, también han sido vinculados a estilos de vida o decisiones que se apartan del ideario de izquierda que dicen defender. Bartlett, quien se presenta como un defensor del nacionalismo energético y de la lucha contra la injerencia extranjera, ha enfrentado críticas por propiedades de lujo que han salido a la luz, alimentando una percepción de hipocresía que mina su legitimidad. El caso de Petro y estas figuras mexicanas refleja una tendencia preocupante en la política latinoamericana: el uso de la retórica antiimperialista como un medio para ganar simpatías y legitimidad, mientras se persiguen intereses personales o se sucumbe a los beneficios del mismo sistema que critican.