La llegada de Claudia Sheinbaum a la presidencia marca la consolidación de un régimen que, lejos de rectificar las fallas de su predecesor, Andrés Manuel López Obrador, parece decidido a profundizarlas. Su gobierno arranca bajo el signo de la continuidad: la misma narrativa polarizadora, la insistencia en fortalecer el control estatal a costa de la inversión privada, y un discurso que prioriza las ideologías sobre las soluciones pragmáticas. Sin embargo, los retos que enfrenta el país no solo son urgentes, sino cada vez más peligrosos para la estabilidad económica, social y política de México. Uno de los puntos más preocupantes es la crisis de seguridad. A pesar de una nueva estrategia presentada semanas después de su toma de protesta, la violencia sigue escalando, con récords de homicidios en estados clave y un control territorial cada vez más evidente por parte de los cárteles. La Guardia Nacional, ahora plenamente integrada a la Secretaría de la Defensa Nacional, ha demostrado ser incapaz de contener esta ola de violencia. Las zonas rurales y urbanas están sitiadas por el crimen organizado, mientras el gobierno insiste en descalificar a quienes critican su fallida política de seguridad. En lo económico, Sheinbaum ha decidido apostar por priorizar a empresas estatales como Pemex y CFE, ignorando las señales de alarma sobre su inviabilidad financiera. La falta de inversión privada, provocada por la incertidumbre regulatoria y las continuas confrontaciones con Estados Unidos, ya comienza a cobrarse factura en forma de menor crecimiento económico, desempleo y una fuga masiva de capitales. A esto se suma la amenaza del presidente electo Donald Trump de imponer aranceles a las exportaciones mexicanas, lo que podría devastar sectores clave como el automotriz y el agroindustrial. La tensión entre poderes se ha intensificado. Someter a elecciones populares a los jueces representa un peligroso intento por debilitar la independencia judicial, uno de los pocos contrapesos que quedan frente al Ejecutivo. Esta medida, junto con las reformas electorales impulsadas por Morena, apunta a centralizar aún más el poder y minar la democracia desde sus cimientos. Como lo documento el periodista Ciro Gómez Leyva, la maquinaria se llenó se amigos que quieran ser jueces, y no de especialistas en derecho. El panorama es alarmante. México no solo enfrenta problemas históricos de corrupción, violencia y desigualdad, sino que está atrapado en un modelo político que privilegia el poder sobre el bienestar ciudadano. Si la ciudadanía no actúa con determinación, el país corre el riesgo de caer en un autoritarismo irreversible que hipotecará el futuro.
La declaración de Claudia Sheinbaum, comparando el tamaño del PIB de Estados Unidos con la afirmación de que México es una «potencia cultural», es lo que diría una tía pasada de copas en las postrimerías de la fiesta navideña. Y es además una muestra más del uso retórico del nacionalismo como una cortina de humo para evadir los problemas estructurales del país. Nadie cuestiona que México tiene una herencia cultural inmensa, con aportaciones que van desde las civilizaciones prehispánicas hasta expresiones contemporáneas que resuenan en el mundo. Sin embargo, afirmar que eso es suficiente para posicionar al país como una «potencia» es ignorar que el verdadero poder cultural no reside únicamente en su riqueza histórica, sino en su capacidad para traducirse en bienestar, progreso y liderazgo global. Estados Unidos puede ser criticado en muchos aspectos, pero su «potencia» radica en una economía robusta, instituciones que —con todos sus problemas— operan con mayor eficacia que las nuestras, y la capacidad de proyectar influencia en múltiples dimensiones. Comparar esto con nuestra cultura, como si fueran parámetros equivalentes, no solo es un despropósito, sino una táctica populista que busca inflamar el orgullo nacional para distraer de problemas como la pobreza, la inseguridad y la falta de oportunidades. Ser una «potencia cultural» no paga las cuentas, no garantiza empleo ni saca a los 55 millones de mexicanos de la pobreza. Tampoco protege a los ciudadanos de la violencia que desangra al país o del rezago educativo que afecta a generaciones enteras. ¿De qué sirve la riqueza cultural cuando nuestras instituciones están colapsadas, cuando la corrupción y la impunidad son moneda corriente, y cuando el gobierno utiliza como símbolo el orgullo nacional convirtiéndolo en excusa para no rendir cuentas? México debe ser ambicioso en todos los frentes: cultural, sí, pero también económico, social y político. Una verdadera potencia no se contenta con celebrar su pasado; construye un futuro donde la riqueza cultural sea un pilar, no una distracción. Por más que Sheinbaum intente minimizar las enormes diferencias entre nuestras realidades y las de una economía como la de Estados Unidos, el progreso de México no llegará con discursos vacíos, sino con políticas públicas serias y una visión integral de desarrollo. La cultura es un orgullo, pero no debe ser una excusa para justificar el estancamiento.
El planteamiento en redes sociales sobre cancelar visas de funcionarios mexicanos y sus familias, imponer impuestos especiales a propiedades de origen dudoso en Estados Unidos y condicionar la acción del gobierno mexicano a medidas coercitivas, es una propuesta radical que busca presionar de manera directa a las élites políticas de México. Sin embargo, aunque puede parecer atractiva para quienes buscan respuestas rápidas y contundentes a problemas complejos como la migración y el tráfico de fentanilo, esta idea enfrenta serios cuestionamientos prácticos, éticos y diplomáticos. Por un lado, la cancelación de visas a funcionarios y sus familias podría generar un impacto simbólico importante, al exponer la incongruencia de quienes critican a EU pero disfrutan de sus beneficios personales, como el senador Gerardo Fernandez Noroña (y basta recordar su pasado y su cargo actual para ver el lodazal en que se ha convertido la política). Sin embargo, en términos reales, es improbable que esta medida solucione los problemas de fondo. El narcotráfico y la migración son fenómenos estructurales vinculados a la desigualdad, la corrupción, la debilidad institucional y la demanda interna de drogas en EU, entre otros factores. Castigar a una élite política, por más que sea merecido, no elimina estos problemas, ni garantiza que las políticas mexicanas cambien en la dirección deseada. Imponer impuestos o sanciones a propiedades vinculadas a funcionarios podría ser más efectivo si se lograra identificar y probar la relación entre estas propiedades y actos de corrupción o enriquecimiento ilícito. Sin embargo, la implementación de tales medidas requiere una robusta colaboración entre los sistemas legales y financieros de ambos países, además de un marco que no vulnere los derechos de propiedad ni incentive disputas internacionales. Además, este tipo de propuestas tienden a exacerbar tensiones diplomáticas. La relación entre EU y México es compleja y profundamente interdependiente, y medidas coercitivas unilaterales suelen tener consecuencias adversas para ambas partes. La cooperación bilateral, aunque desafiante, sigue siendo el camino más viable para abordar temas tan intrincados como el narcotráfico y la migración. A pesar de las amenazas de Donald Trump de imponer aranceles del 25 por ciento por la política de fronteras abiertas que acusa de México, estas ideas, aunque populares entre ciertos sectores, parecen más orientadas a obtener réditos políticos inmediatos que a generar soluciones sostenibles. Resolver problemas binacionales de esta magnitud requiere un enfoque integral, no medidas unilaterales que, aunque atractivas en apariencia, carecen de viabilidad y atacan los síntomas, no las causas. Además recuerden que Trump ya estuvo cuatro años en la presidencia y se comprobó entonces que perro que ladra no muerde.