El relanzamiento del logotipo Hecho en México con el color guinda, emblemático de Morena, no es una simple actualización de diseño: es un movimiento político disfrazado de estrategia económica. La decisión de modificar un símbolo nacional con décadas de historia para alinearlo cromáticamente con el partido en el poder es un ejemplo más del intento de Morena por impregnar todas las esferas del Estado con su identidad, difuminando las fronteras entre gobierno y partido. La responsable directa de este despropósito es Luisa María Alcalde, líder nacional de Morena y figura clave en la estrategia de consolidación del oficialismo en todos los frentes institucionales. Su influencia dentro del gobierno de Sheinbaum es innegable, y este tipo de decisiones refuerzan la tendencia preocupante hacia la construcción de un aparato estatal subordinado a una sola fuerza política. Si bien la justificación oficial apela a la necesidad de fortalecer la economía nacional en medio de tensiones comerciales con Estados Unidos, la introducción de un color partidista en un símbolo nacional deja claro que el verdadero objetivo es ideológico: capitalizar el nacionalismo económico para fortalecer la marca Morena. Esto no es un error casual ni un capricho de diseñadores; es una táctica deliberada dentro del Plan México para consolidar el control simbólico del partido en el poder. En un contexto donde la institucionalidad debe protegerse de la manipulación política, alterar un emblema que representa a toda la nación para teñirlo de los colores de un partido es una afrenta a la neutralidad del Estado. Este episodio es una muestra más de cómo el morenismo continúa ampliando su hegemonía no solo en la política, sino en los símbolos y narrativas nacionales, con la complicidad de sus principales operadores políticos.
El presunto corte de transmisión en el Canal del Congreso cuando se exhibían imágenes comprometedoras de la presidenta Claudia Sheinbaum junto a abogados vinculados con El Mayo Zambada es un episodio que encierra dos problemáticas fundamentales: la censura institucional y los posibles nexos entre la clase política y el crimen organizado. La reacción inmediata de Morena, negando cualquier vínculo con estos litigantes y atribuyendo la controversia a la dinámica habitual de una campaña electoral, es una estrategia de contención de daños que se ha vuelto recurrente en el oficialismo. Sin embargo, el intento de bloquear la difusión de estas imágenes en un espacio legislativo evidencia un patrón peligroso: el uso del aparato estatal para ocultar información incómoda. No es la primera vez que el oficialismo enfrenta acusaciones sobre la permisividad o complicidad con actores del crimen organizado, y la respuesta gubernamental ha sido siempre la misma: negar, minimizar y descalificar. En este caso, el escándalo no solo radica en la existencia de las fotografías, sino en la reacción institucional para silenciar su exposición, lo que refuerza la percepción de que hay algo que ocultar. Que el PAN y Morena se acusen mutuamente de vínculos con estos abogados refleja la normalización del problema: el crimen organizado ha permeado la esfera política hasta el punto de que ambos bandos se lanzan acusaciones en lugar de exigir investigaciones serias. La postura de Sheinbaum, argumentando que durante su campaña se tomó fotos con muchas personas sin conocer sus antecedentes, es un recurso trillado que busca diluir responsabilidades. Sin embargo, la gravedad del señalamiento exige respuestas más contundentes. Si bien no hay pruebas concluyentes de una relación directa entre la presidenta y estos abogados, la falta de transparencia y la censura en el Canal del Congreso solo alimentan las sospechas y socavan la credibilidad del gobierno. En un país donde el narcotráfico ha infiltrado múltiples niveles del poder, la única respuesta válida es una investigación independiente y exhaustiva. Sin ello, la sombra del contubernio seguirá creciendo, y la confianza en las instituciones seguirá erosionándose.
La imagen de Andrea Rodríguez, presidenta del DIF de Pátzcuaro, encarna la desconexión absoluta entre el discurso de apoyo social y la realidad de quienes dicen representar. La fotografía es elocuente: una mujer en extrema pobreza, en silla de ruedas, frente a una funcionaria vestida con un lujoso abrigo de piel sintética, gafas oscuras y botas impecables. Es la representación gráfica del clasismo y la arrogancia del poder, una escena que, lejos de transmitir ayuda o solidaridad, proyecta el típico oportunismo político disfrazado de altruismo. En un país donde millones de personas viven en condiciones precarias, donde la pobreza extrema afecta a 9.1 millones de mexicanos según el CONEVAL, la imagen resulta ofensiva y grotesca. La insensibilidad de esta escena no es un caso aislado, sino un reflejo de una élite política que ha convertido la caridad en espectáculo. No basta con ser funcionaria pública; ahora, también deben ser protagonistas de su propia narrativa, donde el pueblo es un mero telón de fondo para sus campañas personales. La función del DIF es atender a los sectores más vulnerables con políticas integrales, no montar puestas en escena para redes sociales. Pero esta imagen no solo muestra indiferencia, sino también una falta de criterio y asesoramiento político. En un contexto de creciente desconfianza hacia el gobierno y sus instituciones, este tipo de actos refuerzan la percepción de que los funcionarios viven en una burbuja de privilegios, incapaces de comprender la realidad que enfrentan los ciudadanos. Andrea Rodríguez pertenece a Morena, el partido que ha hecho de la austeridad republicana su bandera, y esta imagen representa una traición a ese discurso. Pero la crítica no es exclusiva para Morena; este es un problema transversal en la política mexicana, donde los cargos públicos se utilizan para beneficio personal y la pobreza se convierte en un recurso propagandístico. La solución a la pobreza no está en la foto condescendiente ni en la visita teatralizada, sino en acciones concretas: inversión en infraestructura social, programas de apoyo reales, oportunidades laborales y acceso a la salud y educación. El DIF de Pátzcuaro, y cualquier otra instancia de asistencia social, debería estar dirigido por personas con verdadera vocación de servicio, no por políticos en busca de reflectores. En lugar de posar con abrigos ostentosos, los funcionarios deberían trabajar para que esa mujer en silla de ruedas tenga acceso a condiciones de vida dignas. Pero mientras la política siga tratándose de imagen en lugar de resultados, seguiremos viendo este tipo de espectáculos lamentables.