El descaro institucional y las narrativas de simulación: Morena frente a la crisis del Estado de derecho

El descaro institucional y las narrativas de simulación: Morena frente a la crisis del Estado de derecho
El descaro institucional y las narrativas de simulación: Morena frente a la crisis del Estado de derecho

La defensa pública y abierta que Gerardo Fernández Noroña, presidente del Senado de la República, ha hecho hacia figuras asociadas al narcotráfico no solo marca un punto de quiebre en la política mexicana, sino que también exhibe con un descaro inédito la descomposición institucional que atraviesa el país. Aunque el PRI en su peor época —en la que el autoritarismo se mezclaba con un manto de impunidad para proteger intereses oscuros— dejó huellas profundas de colusión con el crimen organizado, lo que hoy presenciamos bajo el gobierno de Morena y sus aliados alcanza niveles de cinismo que parecen desafiar no solo a la ética política, sino a la propia ciudadanía. Fernández Noroña no solo ha hecho una defensa pública de los narcotraficantes, sino que lo hace con un tono que raya en la apología, como si se tratara de figuras redimibles, ignorando deliberadamente el impacto devastador que sus actos han tenido sobre el tejido social, económico y político del país. Esta postura, lejos de ser un desliz personal, se alinea con un patrón preocupante en Morena, donde cada vez es más evidente una tolerancia —e incluso una complicidad— con las estructuras criminales que han convertido a México en un campo de batalla. Desde los abrazos en lugar de balazos que han debilitado las estrategias de seguridad, hasta la liberación de Ovidio Guzmán bajo presión, el gobierno de Morena ha dejado claro que su enfoque hacia el narcotráfico no solo es ineficaz, sino también permisivo. Lo alarmante no es solo la falta de resultados, sino el esfuerzo deliberado por normalizar una narrativa que busca humanizar o justificar a quienes lucran con la violencia, la adicción y el terror. Al emitir declaraciones como las de Fernández Noroña, Morena legitima, directa o indirectamente, la idea de que el narcotráfico puede tener una cabida aceptable en la vida pública, un mensaje que erosiona profundamente la confianza en las instituciones. Lo que distingue a este episodio es la naturalización del discurso que hace ver al narcotraficante como un «actor social» más, cuando en realidad estas organizaciones han sido responsables del colapso de comunidades enteras. Ni siquiera el PRI, con su larga historia de relaciones ambiguas con el crimen organizado, llegó al extremo de defender públicamente a los capos como si fueran víctimas del sistema. El PRI operaba desde las sombras, consciente del costo político de exponer esta colusión, mientras que Morena, y particularmente figuras como Fernández Noroña, lo hacen de forma abierta y sin tapujos, evidenciando un desprecio absoluto hacia el concepto mismo de Estado de derecho. Este giro hacia el descaro absoluto muestra que ya no hay esfuerzos por esconder lo que a todas luces parece ser una simbiosis entre el poder político y el poder criminal.

 

Con Claudia Sheinbaum al frente de la presidencia de México, su gobierno enfrenta uno de los primeros desafíos internacionales más significativos: el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca. En este contexto, diversos actores políticos, particularmente dentro de Morena y su círculo cercano, han comenzado a lanzar llamados a la «unidad nacional» para enfrentar las políticas agresivas que el nuevo mandato de Trump podría traer consigo. Entre los principales actores que han tomado esta postura destacan figuras como Adán Augusto López, actual secretario de Gobernación y aliado clave de Sheinbaum, quien ha subrayado en varios foros la necesidad de que México deje de lado las divisiones internas para defender sus intereses en temas críticos como migración, comercio y soberanía energética. Por su parte, la canciller Alicia Bárcena, con un tono diplomático, ha insistido en la importancia de presentar un frente sólido en las relaciones bilaterales con Estados Unidos, especialmente en la defensa de los derechos de los migrantes y en las posibles renegociaciones del T-MEC que Trump ha dejado entrever como parte de su agenda. Asimismo, personajes como Mario Delgado, presidente de Morena, han utilizado sus plataformas para abogar por la unidad, argumentando que las amenazas externas deben superar las diferencias partidistas y sociales. Incluso gobernadores morenistas de estados fronterizos como Américo Villarreal (Tamaulipas) y Marina del Pilar Ávila (Baja California) han respaldado esta narrativa, resaltando la necesidad de coordinar esfuerzos para mitigar el impacto que las políticas de Trump tendrán en las comunidades migrantes y en las economías regionales. Sin embargo, estos llamados, por más resonantes que parezcan, no pueden desvincularse de la realidad política nacional, donde Morena ha sido responsable de agudizar las fracturas sociales mediante un discurso polarizador que segmenta a la población entre «pueblo bueno» y «oligarquía corrupta». Esta contradicción es particularmente evidente cuando figuras como Gerardo Fernández Noroña, conocido por su estilo beligerante, también se han sumado al coro pidiendo cerrar filas, ignorando su historial de incendiarias descalificaciones hacia la oposición. El discurso de «unidad» promovido por el gobierno de Sheinbaum y su partido es, en muchos sentidos, una medida reactiva que intenta lidiar con la amenaza tangible que representa Trump. Sin embargo, este llamado no aborda las profundas divisiones que Morena ha fomentado durante años, ni explica cómo se superarán las tensiones internas para construir un consenso nacional genuino. En lugar de generar cohesión, la narrativa de unidad parece más un recurso discursivo que una estrategia sustantiva, especialmente cuando no hay un reconocimiento explícito de la responsabilidad del oficialismo en la fragmentación del tejido social. En este contexto, aunque la amenaza externa podría, en teoría, impulsar cierto grado de cooperación, el éxito de estos llamados dependerá de si Morena y Sheinbaum están dispuestos a adoptar una postura más incluyente, dejando atrás su propia retórica polarizante. Y al que esté en contra, el estigma de traidor a la patria le perseguirá por siempre.

 

Citlalli Hernández como secretaria de la Mujer en la Ciudad de México, apareció montada en una camioneta de medio pelo, lo que evidenció la profunda desigualdad en el trato, los recursos y el simbolismo que rodea a los funcionarios públicos, incluso dentro de la misma administración. Hernández, una figura política asociada con los principios de austeridad y cercanía a las bases, parece convertirse aquí en una suerte de metáfora viviente de las diferencias de trato y estatus que persisten, incluso dentro de los gobiernos que claman por la igualdad y la transformación. El detalle de que otros funcionarios circulen en suburban blindadas y relucientes mientras a ella le asignan una camioneta Explorer vieja y sin blindaje no solo parece ser un desdén simbólico hacia su cargo, sino también una demostración de las jerarquías internas que tienden a reproducirse en las instituciones públicas, en contradicción con los principios igualitarios que supuestamente las inspiran. Ahora bien, el rol de Citlalli Hernández como secretaria de la Mujer debería ser un cargo de suma relevancia estratégica, especialmente en un país como México, donde la violencia de género y la desigualdad hacia las mujeres constituyen una de las mayores crisis estructurales de derechos humanos. El hecho de que el simbolismo asociado a su posición quede opacado por detalles como el estado de su transporte oficial deja entrever una política que sigue relegando temas esenciales, como la agenda de género, a un plano secundario. Esto no es un ataque personal hacia Hernández, sino más bien una crítica a las prioridades gubernamentales: el estado del vehículo o los recursos asignados al cargo revelan, implícitamente, cuánto importa realmente este tema para la administración en su conjunto. Si bien se pueden argumentar las virtudes de la austeridad republicana —un lema constante del actual gobierno—, hay que preguntarse si estas prácticas terminan socavando el simbolismo y la operatividad de cargos que son fundamentales para enfrentar las crisis más urgentes. La Secretaría de la Mujer tiene una labor fundamental: debe ser un baluarte en la lucha por los derechos de las mujeres, diseñando políticas públicas para la prevención de la violencia, la equidad en el ámbito laboral, el acceso a la justicia, y la educación con perspectiva de género. Pero si esta posición no se dota de los recursos materiales, políticos y simbólicos necesarios, entonces se corre el riesgo de que se convierta en una trinchera simbólica vacía, más que en una posición estratégica con impacto real. De nada sirve nombrar a una mujer comprometida al frente de un cargo si no se le da el apoyo político y logístico para hacer su trabajo de manera efectiva. En un contexto en el que México enfrenta tasas alarmantes de feminicidios, violencia doméstica y desigualdad económica, relegar la importancia del cargo o despojarlo del peso institucional que merece es, simplemente, un error estratégico que perpetúa las mismas desigualdades que se busca combatir.

Sigue leyendo: Polarización y teatralidad: los retos de la política mexicana

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