El poder ya no escucha: infartos, fiestas y sombras en la 4T

El poder ya no escucha: infartos, fiestas y sombras en la 4T

El episodio protagonizado por Rocío Nahle, gobernadora de Veracruz, al declarar que Irma Hernández Cruz “padeció un infarto, les guste o no les guste”, y al llamar “miserables” a quienes señalaron el caso como un escándalo, no solo revela una insensibilidad alarmante, sino que desvela una peligrosa inclinación autoritaria en el discurso oficialista: el uso del poder para imponer una narrativa, aunque esta niegue el dolor de las víctimas o desvíe la atención de los hechos. Veracruz no necesita doctores de la narrativa política, sino estadistas que enfrenten con valentía la violencia que corroe al estado.

La frase de Nahle es sintomática de un estilo de gobierno que confunde gobernabilidad con propaganda, autoridad con soberbia, y datos forenses con verdad absoluta. Lo verdaderamente escandaloso no es si la muerte fue causada por un infarto o una agresión directa —el perito habla de lesiones internas severas en el corazón— sino el contexto de secuestro, terror y criminalidad en el que sucedió.

La respuesta de Claudia Sheinbaum desde Palacio Nacional, cuidadosamente medida, marcó límites sin confrontación abierta: “sea por un infarto o por agresión directa, es una muerte lamentable”. Esa frase, tan simple como cargada, es un tiro de precisión en política: sin desautorizar, sugiere prudencia, empatía y responsabilidad. Es, en el fondo, un mensaje a Nahle: calla antes de agravar el daño. Y ese “silencio como lección” es elocuente. Porque mientras la gobernadora se enfrasca en defender lo indefendible, Veracruz sangra.

Los informes sobre bloqueos carreteros, desapariciones, cobro de piso y asesinatos evidencian que el crimen ha tomado posiciones estratégicas, frente a un Estado que a veces parece más interesado en el control del discurso que en el restablecimiento del orden. La actitud de Nahle es, entonces, doblemente condenable: por su desdén hacia el dolor social y por el riesgo de normalizar la violencia institucional como forma de defensa política.

Lo que el poder no entiende es que nombrar un infarto no borra la violencia estructural; maquillar la causa no borra el crimen; insultar al que cuestiona no dignifica al que gobierna. Si la función pública no sirve para proteger a quienes, como Irma, deben ganarse la vida doble jornada —maestra y taxista—, entonces la política se vuelve cómplice del abandono. Gobernar no es dictar diagnósticos, es prevenir muertes; no es callar críticos, es enfrentar crisis.

La falta de empatía de Nahle, recubierta de una arrogancia tecnocrática, representa lo peor de la continuidad: un poder que se endurece ante la crítica y se ablanda ante la violencia real. En este contexto, la ciudadanía no solo clama justicia para Irma, sino exige a sus gobernantes que abandonen el púlpito del ego y regresen a la calle, donde el miedo sigue siendo la única certeza diaria.

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