La afirmación de la presidenta Claudia Sheinbaum —“gano mucho más que el salario promedio de un mexicano o mexicana, que es de unos 18 mil pesos mensuales”— durante su conferencia matutina del 13 de agosto de 2025, evidencia con descarnada frialdad la desconexión creciente entre el poder político y la realidad social que supuestamente representa. Aunque la cifra es técnicamente correcta, según datos oficiales del IMSS, que reporta un salario base de cotización de aproximadamente 18,600 pesos, esta verdad aritmética no encierra justicia ni sensibilidad. El problema no es solo cuánto gana, sino cómo se narra ese privilegio desde el pedestal presidencial. En un país donde más del 50% de la población económicamente activa gana menos de 10 mil pesos al mes y millones subsisten en la informalidad sin acceso a derechos básicos, la frase de Sheinbaum opera como un desliz ético y simbólico: transforma la desigualdad en dato estadístico, y convierte el salario presidencial —cercano a los 134 mil pesos netos— en un hecho neutro, como si no representara una brecha abismal. No se trata de exigir ascetismo, pero sí responsabilidad retórica: hablar de “justa medianía” cuando se vive en palacios y se porta un guardarropa de trajes bordados distintos cada día, como señalan usuarios de redes, es insultante para una ciudadanía cada vez más harta de la simulación. Además, esta respuesta choca frontalmente con la tradición moral de austeridad republicana que el propio movimiento al que Sheinbaum pertenece dice enarbolar. La frase presidencial recuerda los momentos más desafortunados de los tecnócratas: aquellos que convertían el país en una hoja de cálculo y el sufrimiento en una variable menor. Hoy, el poder no puede darse el lujo de hablar con displicencia sobre la pobreza. No cuando el país exige equidad, honestidad y empatía real, no con discursos decorativos sino con políticas efectivas. El riesgo para Sheinbaum no es solo el enojo inmediato de las redes sociales; es la erosión progresiva de su legitimidad moral, la cual no se conserva con retórica contable sino con capacidad de sentir y actuar con justicia frente al dolor ajeno. La medianía no es un número; es una forma de vivir, y sobre todo, de gobernar.
El escándalo protagonizado por Nathaly Chávez García, senadora suplente de Morena, tras su intento de eludir un alcoholímetro en Oaxaca invocando su fuero constitucional con la frase desvergonzada “les guste o no… vengamos pedos o no… somos senadores”, representa un microcosmos de la arrogancia impune que persiste en el aparato político mexicano. Este incidente no solo revela una preocupante ignorancia sobre los límites legales del fuero —que, vale reiterarlo, no protege en casos de flagrancia, como conducir bajo efectos del alcohol—, sino también un desprecio alarmante por la ciudadanía y por las reglas básicas de la convivencia democrática. La rapidez con que el video se viralizó, generando repudio masivo y el ya típico bautizo digital con apodos como “Lady Fuero”, no es accidental: se trató de una escena perfecta de soberbia grabada en tiempo real, donde el poder se exhibe como privilegio personal y no como deber público. El daño político ha sido inmediato, no solo para Chávez, sino también para la senadora titular Luisa Cortés García, a quien la suplente intentó desvincular en su posterior disculpa pública, en un gesto que, aunque necesario, llegó tarde y sin verdadero acto de reparación. La defensa de Cortés como mujer de trayectoria limpia no alcanza a contener el escándalo cuando el círculo cercano incurre en abusos evidentes. El silencio institucional de Morena y la tibieza del Senado frente al hecho solo profundizan la sensación de impunidad, de que el sistema protege a los suyos aunque violen las normas más básicas de civilidad. A nivel simbólico, esta escena entra de lleno en el ya conocido “efecto Nahle”, donde una frase torpe, desafiante y sin matices —“les guste o no”— se vuelve núcleo de la narrativa pública, encapsulando el cinismo político contemporáneo: se impone una versión, se clausura el debate, y se arroja al espectador una mezcla de poder y desprecio. Pero esta vez, la escena no fue protagonizada por una gobernadora sino por una senadora suplente en estado de ebriedad, lo cual desnuda otro tipo de crisis: la de los cuadros políticos de relevo, donde la mediocridad, el nepotismo y la falta de formación rebasan ya los límites de lo anecdótico. ¿Cómo exigir a una ciudadanía que respete a sus instituciones cuando sus representantes, suplentes o titulares, las usan como escudo para evadir la ley? Este episodio exige mucho más que disculpas: requiere una respuesta institucional firme, un deslinde político claro y, sobre todo, una revisión seria del sistema de suplencias legislativas, hoy convertido en escondite de oportunistas sin méritos ni vocación.
La visita de la gobernadora Rocío Nahle al Hospital IMSS-Bienestar de Zongolica se convirtió en un retrato incómodo de la improvisación política y el colapso de la gestión sanitaria. El viaje, originalmente destinado al hospital de Tlaquilpa —donde seguramente la escenografía oficial estaría lista—, terminó por error logístico en Zongolica, donde la realidad no pudo maquillarse: el jefe médico del hospital le expuso que solo contaban con 40 de las 195 claves de medicamentos necesarias, un desabasto cercano al 80 %, lo que equivale a dejar a la población sin acceso a tratamientos básicos y urgentes. Lejos de escuchar y atender con seriedad la denuncia, Nahle interrumpió al doctor, alzando la voz con promesas vagas de que “medicamentos hay” y que, si fuera necesario, ella los traería “cada tercer día”. El episodio, captado en video, muestra a una mandataria más preocupada por proyectar diligencia ante las cámaras que por absorber la gravedad de la crisis hospitalaria que le describía el personal. Este gesto no solo denota soberbia y desprecio hacia la experiencia del personal médico, sino que perpetúa una narrativa oficialista desconectada de la evidencia: si “medicamentos hay”, ¿por qué no estaban disponibles para los pacientes? Lo más alarmante es que el déficit no es una anécdota aislada, sino parte de un patrón sistémico en el abasto de insumos médicos en Veracruz y en otras regiones bajo el modelo IMSS-Bienestar. En un contexto donde la salud pública exige respuestas técnicas, presupuestales y logísticas urgentes, la actitud de Nahle erosiona su credibilidad y confirma un estilo de gobierno más enfocado en el control del relato que en resolver las causas reales de los problemas. Lo que queda tras su paso por Zongolica no es la esperanza de que el suministro se normalice, sino la amarga certeza de que, para esta administración, la imagen pública pesa más que la verdad clínica y que la salud de los veracruzanos sigue quedando subordinada al guion político. No olvidar que este episodio bien se lo pudieron ahorrar, pero el ineficaz equipo de Rocío Nahle equivocó las coordenadas y la llevó al hospital que no tenía montada la escenografía para la foto.