El caso del edificio levantado por las hermanas Luisa María y Bertha Alcalde en la Colonia Roma Sur es una fábula urbana del México contemporáneo donde el discurso progresista colapsa frente a la práctica patrimonialista. La historia inicia con una casa típica del barrio: árboles, perritos, macetas, memorias. Fue demolida en 2020, desplazando a su familia original, para dar paso a un desarrollo de lujo con jacuzzi, roof garden y estacionamiento subterráneo. El terreno fue adquirido por Luisa por 4.2 millones de pesos, con 1.7 millones donados por sus padres, y el proyecto se ejecutó junto con Yamil Villalba Villarreal, estrecho colaborador de ambas en la STPS, la Secretaría de Seguridad y la SEGOB. El inmueble hoy consta de tres departamentos privados, uno por piso, sin que conste permiso formal de uso y ocupación, y con serias dudas sobre la regularidad del proceso de construcción. Hasta aquí, podría tratarse de una operación más dentro de la lógica de gentrificación capitalina. Pero lo que convierte este caso en un emblema de hipocresía política es que las propias Alcalde han usado sistemáticamente el discurso anti-gentrificación como bandera ideológica, denunciando cómo las élites desplazan a comunidades tradicionales. La contradicción es flagrante: combaten lo que practican, predican lo que destruyen. Mientras acusan al neoliberalismo de expulsar familias de clase media de barrios históricos, ellas convierten un predio familiar en un enclave exclusivo sin transparencia. Lo más grave es que esta actitud no es una excepción, sino el síntoma de una generación política que ha convertido su proximidad al poder en trampolín inmobiliario. Las redes clientelares, los donativos familiares disfrazados de virtud, y la opacidad en permisos son mecanismos típicos del viejo régimen que supuestamente vinieron a desterrar. En contraste, la crítica pública —cuando no es silenciada por medios afines o cuentas oficialistas— revela el desdén de las figuras de la 4T por la coherencia entre palabra y acto. Es revelador que voceros oficiosos del obradorismo como “Los Ponchos”, “Chapuceros” o “Juncales” —tan activos contra cualquier opositor— callen cómplicemente frente a este caso. Callan porque saben que cualquier escrutinio desmonta el mito de la pureza obradorista y ahora claudista. Así, entre jacuzzi y discurso de justicia social, la gentrificación encontró en la 4T no a su enemiga, sino a su promotora más cínica.
La comparación entre las “gelatinas de Xóchitl Gálvez” y el “Chocolate Bienestar” promovido por Claudia Sheinbaum no es un simple duelo gastronómico, sino una radiografía del cinismo político que atraviesa a la autodenominada Cuarta Transformación. A Xóchitl Gálvez se le ridiculó públicamente por relatar que en su infancia vendía gelatinas para apoyar a su familia, una historia de superación que, en una democracia funcional, debería ser reconocida como ejemplo de mérito y esfuerzo. Andrés Manuel López Obrador en su momento hizo célebre la frase: Gelatinas, lleve sus gelatinas… Desde los atriles de la 4T y sus redes afines se utilizó esa historia como instrumento de burla clasista, descalificando su legitimidad política bajo la lógica perversa de que la pobreza o el trabajo informal la invalidaban como figura presidencial. En cambio, cuando Claudia Sheinbaum lanza en plena conferencia presidencial el “Chocolate Bienestar”, un producto con tres sellos de advertencia sanitaria por exceso de calorías, azúcares y grasas saturadas, no sólo no hay crítica, sino que es presentado como símbolo de justicia social, ligado al programa Sembrando Vida. El doble estándar es grotesco: lo que en Gálvez fue motivo de escarnio, en Sheinbaum se reviste de política pública. Peor aún, el chocolate gubernamental se contradice con las propias políticas de combate a la obesidad impulsadas por Hugo López-Gatell y López Obrador, quienes promovieron el etiquetado negro como barrera contra la comida chatarra. ¿En qué momento el Estado se convirtió en productor de ultraprocesados? Mientras las escuelas públicas prohíben estos productos, el gobierno los fabrica y los distribuye con sello de aprobación presidencial. Se trata, en el fondo, de una estrategia propagandística: tomar un símbolo popular (el chocolate), envolverlo en discurso asistencialista y lanzarlo como trofeo político para encubrir la falta de resultados estructurales. Contrastar gelatinas y chocolates es desenmascarar una operación de simulación: donde había autenticidad y esfuerzo (Gálvez), hubo burla; donde hay inconsistencia y populismo (Sheinbaum), hay aplauso. Lo que debería debatirse no es qué producto es más nutritivo, sino cómo se manipula la narrativa pública para beneficiar a quien obedece al régimen y aplastar a quien lo confronta. Así, el chocolate no endulza la vida del pueblo: endulza el relato de un poder que se devora a sí mismo.
Circula una imagen en internet que revela una situación de emergencia sanitaria intolerable: una lista colocada en un hospital advierte a los médicos cirujanos que no hay insumos básicos para operar, dejándoles la responsabilidad moral y profesional de decidir si proceden con cirugías sin los materiales esenciales. Entre los elementos faltantes se encuentran guantes, gasas, suturas, medicamentos como paracetamol e incluso sondas y catéteres, cuya ausencia puede poner en riesgo la vida del paciente y comprometer gravemente la praxis médica. Esta escena no sólo evidencia el colapso administrativo del sistema de salud pública, sino que también representa un crimen institucional por omisión, donde la precariedad se ha vuelto la norma y la salud pública, una ruleta rusa. En paralelo, mientras los quirófanos se vacían de herramientas, la presidenta Claudia Sheinbaum, aparece promoviendo una marca de chocolates, en un gesto de frivolidad política que raya en el desprecio. Su desconexión del país real, ese que sangra en quirófanos vacíos, pone de manifiesto la continuidad de un discurso oficialista ajeno a la tragedia cotidiana. Es urgente subrayar que la falta de insumos médicos no es un accidente, sino el resultado directo de una gestión ineficiente, opaca y centralizada, que prioriza la propaganda y la lealtad política por encima del bienestar ciudadano. La sistemática militarización del presupuesto, los megaproyectos ruinosos y la corrupción en compras públicas han desmantelado la infraestructura hospitalaria del país. Que los médicos deban “decidir si así quieren operar” no es sólo una frase vergonzosa, es una condena implícita del Estado a sus propios ciudadanos. En cualquier democracia funcional, esto generaría crisis, investigaciones, renuncias. En México, se normaliza con el silencio oficial y el cinismo mediático. La salud pública exige una revolución administrativa: planificación profesional, descentralización de compras, auditorías ciudadanas y castigo ejemplar a quienes lucran o sabotean el sistema. Lo demás —chocolates incluidos— es puro teatro político.