El espectáculo de fuego cruzado dentro de Morena no solo confirma la profundidad de las fracturas internas, sino que también exhibe la hipocresía de un partido que se vendió como la regeneración moral de la política. La serie de enfrentamientos revela que, en su guerra por el poder, los protagonistas se ven obligados a denunciarse mutuamente por lo que realmente son: corruptos, mentirosos y traidores. Lo irónico es que todos tienen razón. Cada acusación es una confesión involuntaria de que Morena ha terminado convertido en aquello que juró destruir: un nido de ambición desmedida, pactos oscuros y traiciones constantes. No hay principios ni proyecto de nación, solo una lucha intestina por controlar los recursos y posiciones clave antes de la transición sexenal. En medio de esta guerra de facciones, el país paga el precio del desgobierno. Mientras se reparten insultos, la inseguridad sigue desbordada, el sistema de salud colapsa, la inversión se desploma y la corrupción—la de antes y la nueva—sigue operando con impunidad. Adán Augusto López Hernández vs. Ricardo Monreal Ávila – La rivalidad entre Adán Augusto López Hernández y Ricardo Monreal Ávila se hizo evidente durante la contienda interna por la candidatura presidencial de Morena. Monreal denunció un proceso inequitativo y la falta de piso parejo, señalando a Adán Augusto como uno de los beneficiarios del favoritismo de Palacio Nacional. Aunque Monreal terminó alineándose con la candidatura de Sheinbaum, las heridas políticas quedaron abiertas. Margarita González Saravia vs. Cuauhtémoc Blanco Bravo – En Morelos, Margarita González Saravia, exdirectora de la Lotería Nacional y actual gobernadora, ha intentado marcar distancia de Cuauhtémoc Blanco Bravo, quien enfrenta acusaciones de corrupción, nexos con el crimen organizado y un gobierno caótico. Salomón Jara Cruz vs. Alejandro Murat Hinojosa – En Oaxaca, el gobernador Salomón Jara Cruz ha acusado a su antecesor priista, Alejandro Murat Hinojosa, de corrupción y desvío de recursos. Sin embargo, el aparente pacto de impunidad entre Morena y Murat ha generado sospechas. Pero lo más grave es que este caos no representa un colapso definitivo de Morena, sino un reacomodo. Al final, el poder terminará en manos del grupo que logre imponerse con mayor cinismo, sin que la ciudadanía tenga justicia ni soluciones reales. México no necesita que Morena se autodestruya, necesita que la sociedad despierte y exija un cambio genuino, porque si se sigue permitiendo que estos mismos personajes reciclen su podredumbre en cada elección, la historia solo repetirá su peor versión.
La insistencia de Lenia Batres en aparecer en la boleta con el apodo de Ministra del Pueblo no es un simple capricho semántico, sino una estrategia política disfrazada de un supuesto compromiso con la ciudadanía. Su desempeño en la Suprema Corte ha estado marcado por el servilismo al oficialismo, la falta de independencia judicial y los constantes señalamientos por uso excesivo de recursos públicos, contradiciendo el ideal de austeridad que pretende representar. Más que una “misión” o “declaración de principios”, su intento de imponer este sobrenombre en la boleta parece una maniobra de propaganda electoral para reforzar una imagen populista en un proceso que debería ser estrictamente institucional y ajeno a tintes partidistas. Su impugnación ante el Tribunal Electoral no solo evidencia un apego personalista al cargo, sino que también refleja la tendencia del actual gobierno a difuminar los límites entre el Estado y el movimiento político en el poder. La negativa del INE es un acierto, pues la inclusión de sobrenombres en boletas electorales abre la puerta a distorsiones en la identidad de los candidatos y favorece la construcción de narrativas que buscan influir en el electorado a través de artificios en lugar de méritos reales. Es especialmente preocupante que una ministra de la SCJN, cuya labor debería estar basada en la imparcialidad y la solidez jurídica, insista en una postura tan ajena a la seriedad de su cargo. En un país donde la independencia del Poder Judicial está bajo asedio, la prioridad debería ser garantizar procesos limpios y sin sesgos propagandísticos, no litigios absurdos para consolidar una imagen construida en torno al clientelismo político.
La evolución del logo Hecho en México es un reflejo del contexto político y económico del país en cada etapa. Desde su primera versión oficial en 1978, el emblema ha mantenido una estética institucional, neutra y sin vinculación explícita a partidos políticos. Sin embargo, el rediseño presentado para 2025 ha despertado una polémica comprensible: el cambio a un fondo rojo intenso, un color asociado directamente con Morena, sugiere una apropiación simbólica del sello nacional por parte del partido en el poder. Esta decisión rompe con la tradición de mantener el logotipo alejado de la identidad partidista y puede interpretarse como un intento de politizar lo que debería ser un símbolo de orgullo industrial y comercial sin sesgo político. Aunque en términos de diseño el nuevo logo conserva elementos esenciales, como el águila estilizada, la elección cromática no es casual en un país donde los símbolos juegan un papel clave en la percepción política. Esto no es menor en un contexto donde Morena ha sido señalado por su tendencia a difuminar los límites entre partido y gobierno, una estrategia que erosiona la neutralidad de las instituciones. Ni el PRI en su era hegemónica, ni el PAN en su intento de alternancia recurrieron a una intervención cromática tan evidente en un emblema de esta naturaleza. La polémica, más allá del diseño, radica en lo que representa: el avance de una narrativa donde el Estado y el partido se confunden, una dinámica propia de regímenes donde la institucionalidad se subordina a la identidad política de quienes detentan el poder.