El respaldo público e incondicional que la presidenta Claudia Sheinbaum ha otorgado a Cuitláhuac García, tras las graves acusaciones por un presunto desfalco de mil 600 millones de pesos en el sector salud de Veracruz, representa una señal política profundamente preocupante sobre las prioridades y la coherencia ética del nuevo gobierno. La declaración de la mandataria —en la que admite desconocer el caso pero aun así expresa “la mejor opinión” sobre el exgobernador, hoy al frente del Centro Nacional de Control del Gas Natural (Cenagas)— no solo es imprudente, sino que denota una peligrosa disposición a anteponer lealtades políticas por encima de la legalidad y la rendición de cuentas. La justicia no puede ser administrada desde el afecto, la amistad o la conveniencia partidista. Si la presidenta desconoce el expediente, su deber institucional es investigar a fondo antes de emitir una valoración pública que podría interpretarse como una forma de exoneración anticipada o de presión política sobre las instancias investigadoras. Más aún, las acusaciones provienen de una figura con peso dentro del mismo movimiento: Rocío Nahle, actual gobernadora y otrora secretaria de Energía durante el sexenio de López Obrador. Que una funcionaria de tan alto perfil y tan cercana al oficialismo denuncie a su antecesor evidencia un conflicto interno que, lejos de ser menor, pone al descubierto los límites del discurso anticorrupción de Morena. Si las denuncias de Nahle son ciertas, entonces el saqueo sistemático al sector salud en Veracruz durante el gobierno de García representa un crimen de lesa administración pública: en uno de los estados con mayores rezagos en cobertura médica y condiciones sanitarias, el desvío de recursos destinados a hospitales y clínicas equivale a atentar directamente contra la vida y la dignidad de los ciudadanos. En lugar de suspender cautelarmente a García de su nuevo cargo en Cenagas mientras se investiga su gestión pasada, el gobierno federal opta por protegerlo con halagos. La falta de institucionalidad en esta respuesta presidencial debilita el principio de imparcialidad y el combate frontal a la corrupción. Cuitláhuac García dejó una estela de opacidad, represión y violencia estructural en Veracruz, con una Fiscalía local cooptada, múltiples señalamientos de violaciones a derechos humanos, y una salud pública en ruinas. Premiarlo con un cargo estratégico dentro del sector energético no solo es una afrenta al sentido común, sino que refuerza el patrón de impunidad reciclada donde los errores y abusos no se castigan, sino que se reciclan en otras esferas del poder. Con esta postura, Claudia Sheinbaum corre el riesgo de repetir el mismo estilo de gobierno que prometió dejar atrás: uno donde la narrativa del cambio se quiebra frente a los pactos de impunidad internos, y donde la verdad es aplastada por el aparato de control político que privilegia la lealtad sobre la transparencia.
El caso de Federica Quijano, ex diputada federal por el Partido Verde en alianza con Morena y actual Secretaria de Desarrollo Sustentable en el gobierno de Yucatán, ha desatado una ola de críticas legítimas que revelan el profundo abismo entre el discurso político de la autodenominada Cuarta Transformación y las acciones individuales de sus representantes. La denuncia pública que realizó sobre su aseguradora privada, que presuntamente se niega a cubrir los gastos de su tratamiento médico, no sería en sí misma escandalosa si no fuera porque proviene de una funcionaria que ha respaldado activamente, desde el Congreso y ahora desde el ejecutivo estatal, el debilitamiento sistemático del sistema de salud pública. Su decisión de recurrir a un hospital privado en lugar de utilizar los servicios públicos que tanto se han presumido como de “calidad nórdica” –recordando la ya infame comparación con los servicios de salud de Dinamarca hecha por el presidente López Obrador– pone en evidencia la hipocresía estructural que caracteriza a muchos cuadros de la 4T: predican austeridad y bienestar para el pueblo mientras se resguardan en privilegios del sistema que dicen combatir. El contexto no puede ignorarse: durante su paso por San Lázaro, Federica votó a favor del desmantelamiento del Seguro Popular y de las reformas que dieron pie a la creación del INSABI, un organismo que fracasó estrepitosamente en garantizar atención médica universal, y que ahora ha sido reemplazado por el IMSS-Bienestar, aún sin resultados claros ni cobertura efectiva nacional. A pesar de que el gobierno federal insiste en que la atención médica es hoy más accesible y eficiente, casos como el de Federica demuestran que ni los propios operadores del régimen confían en el sistema público de salud que ayudaron a construir o destruir, según se mire. La ironía es brutal: quien contribuyó al debilitamiento institucional de la salud pública ahora sufre las consecuencias del modelo de aseguramiento privado, que tampoco es garantía de dignidad, pero que sigue siendo la opción predilecta de los funcionarios morenistas para sí mismos, mientras condenan a millones de mexicanos a la espera, la escasez de medicamentos y la atención deficiente. Este episodio desnuda, además, la persistente separación entre la clase política y la ciudadanía. La lejanía de Federica con la realidad del sistema público —que debería conocer desde su trinchera como servidora pública y representante— se convierte en una evidencia palpable del cinismo burocrático. No hay ética política posible cuando se exige a la población que tenga paciencia y fe en un sistema deteriorado, mientras quienes deberían dar el ejemplo recurren al sector privado sin asomo de pudor. En un país donde los hospitales públicos carecen de insumos básicos y el personal médico trabaja en condiciones deplorables, la acción de Federica no solo es contradictoria: es una bofetada a los principios de equidad y justicia social que tanto pregona el oficialismo. ¿Cómo puede una funcionaria defender la transformación desde una suite privada de hospital mientras millones mueren esperando una cama pública?
El caso del exgobernador de Michoacán, Silvano Aureoles Conejo, constituye una muestra alarmante del fracaso del sistema político y judicial mexicano para erradicar la corrupción estructural que carcome a las entidades federativas. La Fiscalía General de la República (FGR) ha emprendido una embestida legal contra una suspensión provisional que impide detener al exmandatario perredista, acusado de desviar más de 3 mil 400 millones de pesos destinados a infraestructura de seguridad, una cifra que no solo resulta obscena por su magnitud, sino por su impacto directo en el deterioro institucional y la perpetuación de la violencia en uno de los estados más golpeados por el crimen organizado. Las acusaciones no son menores: el dinero desaparecido estaba etiquetado para la construcción de cuarteles policiales en municipios estratégicos como Apatzingán, Lázaro Cárdenas y Uruapan, zonas que requieren urgentemente presencia institucional ante el dominio territorial de los cárteles. En cambio, lo que se construyó fue una red de impunidad y complicidad que hoy permite a Silvano Aureoles mantenerse prófugo, escudado en argucias legales que prolongan su evasión de la justicia. La estrategia del exgobernador de recurrir al amparo —una herramienta legítima pero sistemáticamente pervertida por políticos acusados de corrupción— ha funcionado, al menos temporalmente. El otorgamiento de la suspensión por parte de un secretario en funciones de juez, bajo el argumento de evitar una detención arbitraria, contrasta brutalmente con la prisión preventiva justificada que se ha impuesto ya a varios de sus excolaboradores. Resulta evidente que el aparato de justicia no opera con equidad, sino que sigue estando condicionado por el acceso al poder, los recursos y las conexiones políticas. La FGR, por su parte, ha mostrado una voluntad intermitente y, por momentos, torpe, para estructurar casos judiciales sólidos contra figuras de alto perfil. El incidente de revocación que ha presentado para invalidar la suspensión provisional podría ser una oportunidad para enmendar esa debilidad institucional, pero enfrenta la cruda realidad de un sistema judicial fragmentado, burocrático y a menudo capturado por intereses que van más allá del Estado de Derecho. Este caso también desnuda una hipocresía aún más amplia en el discurso oficialista de la Cuarta Transformación, que ha prometido castigar la corrupción del pasado, pero ha sido selectiva y en muchos casos ineficaz en su ejecución. Mientras Aureoles, identificado con la oposición, permanece prófugo, otros gobernadores cercanos a Morena —algunos también con señalamientos graves— operan con impunidad y sin rendición de cuentas. La ley no se ha aplicado con el mismo rigor en todos los frentes, lo cual erosiona la credibilidad del combate a la corrupción y alimenta la percepción de justicia partidista. Si se pretende que el caso de Silvano Aureoles no sea uno más en la lista de impunidad institucionalizada, es imperativo que el Poder Judicial actúe con independencia y que la FGR fortalezca sus mecanismos de litigación, evitando los errores técnicos y las filtraciones mediáticas que suelen debilitar los procesos penales antes de llegar a juicio.