Inundaciones, ausencia del FONDEN y descontento social exhiben el colapso institucional del Estado mexicano

Inundaciones, ausencia del FONDEN y descontento social exhiben el colapso institucional del Estado mexicano

La visita de Claudia Sheinbaum a Poza Rica, Veracruz, puso en evidencia el desfase entre el discurso presidencial y la urgencia social de un país que sufre. Frente a una comunidad devastada por inundaciones, la presidenta fue recibida con reclamos legítimos: damnificados que exigían atención inmediata, jóvenes que lloraban la desaparición de compañeros arrastrados por la corriente, y pobladores que denunciaban falta de información y la supuesta obstrucción de ayuda privada. Aunque Sheinbaum intentó proyectar empatía descendiendo de su vehículo y prometiendo que “nadie quedará desamparado”, sus respuestas carecieron de contundencia operativa. Reiteró compromisos genéricos de transparencia y atención, pero no anunció acciones concretas ni plazos claros, lo que profundizó el malestar. Su explicación de que las lluvias fueron “atípicas” aunque no previstas por meteorología sonó a justificación técnica más que a reconocimiento de responsabilidad institucional. El uso del lenguaje tranquilizador (“se reforzará la ayuda”, “no se ocultará nada”) contrasta con el grito social desesperado de quienes sienten que el Estado llegó tarde, mal y sin sensibilidad. El caso del youtuber Yulay —quien habría sido bloqueado por militares al intentar entregar ayuda— se convirtió en símbolo de un gobierno que, en lugar de facilitar, parece controlar y filtrar la solidaridad civil, aunque Sheinbaum haya desmentido después la versión. El episodio deja una lección política: la narrativa presidencial no puede seguir operando como discurso abstracto en un país con tragedias tangibles. Gobernar en campo implica más que prometer; significa responder con celeridad, transparencia y empatía real. La torpeza institucional no se corrige con micrófono, sino con presencia operativa. Si Sheinbaum desea conservar legitimidad, debe pasar del protocolo al cumplimiento. De lo contrario, cada gira se convertirá en un tribunal popular, y cada omisión, en una condena pública. Por algo su antecesor evitó a toda costa su presencia ante las urgencias nacionales y prefirió el escarnio del Jeep atascado.

Las lluvias torrenciales han puesto en evidencia, una vez más, la incapacidad de los gobiernos estatales en México para enfrentar desastres naturales con previsión y eficacia. Con al menos 64 muertos, 65 desaparecidos y más de cien mil viviendas afectadas, lo que está ocurriendo en estados como Veracruz, Hidalgo y Puebla no es solo una tragedia climática, sino una catástrofe política e institucional. Gobernadores como Rocío Nahle y Julio Menchaca han quedado sobrepasados, no únicamente por el volumen del agua, sino por su omisión sistemática: no se hicieron desazolves, no se reforzaron cauces ni se instalaron alertas tempranas en zonas históricamente vulnerables. La falta de infraestructura hidráulica funcional y la negligencia en la gestión del territorio reflejan una práctica gubernamental arraigada: actuar solo cuando ya es demasiado tarde. Mientras comunidades enteras permanecen incomunicadas y los servicios públicos colapsan, los mandatarios estatales improvisan respuestas y delegan responsabilidades al gobierno federal, demostrando su dependencia crónica. Esta tragedia no solo arrastra vidas y hogares, sino también la legitimidad de autoridades que prometieron transformación sin cimientos. México necesita un cambio urgente en la forma en que sus estados previenen y enfrentan los fenómenos naturales: inversión sostenida, planeación territorial con visión de riesgo, y un compromiso real con la protección civil. De lo contrario, cada temporada de lluvias será una sentencia, y cada gobernador, un testigo inútil de la destrucción.

La desaparición del FONDEN no solo fue un error técnico en política pública, sino una torpeza política de proporciones monumentales. Eliminar un fideicomiso que fungía como escudo financiero ante desastres naturales, en un país con alta exposición a huracanes, sismos e inundaciones, es una decisión que hoy cobra una factura social y política devastadora. Bajo el pretexto de combatir la corrupción, el gobierno federal desmanteló en 2021 un mecanismo que, con todos sus defectos, permitía respuestas inmediatas, acumulación de recursos plurianuales y certidumbre institucional para la atención de emergencias. El resultado es que, ante las lluvias torrenciales de octubre de 2025, los estados afectados —Veracruz, Hidalgo, Puebla— enfrentan la catástrofe sin herramientas financieras robustas, dependiendo de la discrecionalidad del presupuesto federal y sometidos al tiempo de la burocracia. Esta torpeza revela una visión reduccionista del Estado: en vez de corregir fallas, se optó por destruir instituciones esenciales. La centralización del manejo de desastres ha generado lentitud, opacidad y una percepción de abandono. A la ineficiencia se suma la soberbia: la administración federal insiste en que el FONDEN “aún existe”, cuando en realidad sobrevive solo como un cascarón programático sin autonomía ni músculo financiero. En política, eliminar una institución sin ofrecer una alternativa superior no es valentía reformista, es negligencia con consecuencias mortales. Hoy, cuando el país clama por auxilio y reconstrucción, esa decisión —tomada con prepotencia y sin visión de futuro— retrata a un gobierno más preocupado por la narrativa que por la prevención, más atento a controlar presupuestos que a salvar vidas.

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