El asesinato de Irma Hernández Cruz, maestra jubilada y taxista de 62 años, secuestrada y ejecutada por no pagar derecho de piso en Veracruz, no solo es un crimen atroz que retrata la normalización del terror en México, sino también un símbolo doloroso del doble discurso del poder. Aunque la presidenta Claudia Sheinbaum lamentó el hecho y prometió justicia —como tantas veces antes en crímenes similares—, su declaración fue tibia, genérica y desprovista de la contundencia simbólica que se reserva para otros relatos, otras muertes, otras luchas. Mientras tanto, en paralelo, circula el cuestionamiento: ¿por qué una mujer trabajadora, feminista de facto por sobrevivir en un país feminicida, no mereció un mínimo de dignidad nominal en el discurso oficial? ¿Por qué Irma no fue llamada por su nombre ni reconocida como un rostro de la resistencia cotidiana de las mujeres mexicanas? La narrativa de una izquierda en el poder que elogia con fervor figuras como Fidel Castro o el Che Guevara resulta profundamente disonante cuando, al enfrentarse a la violencia real que mata mujeres mexicanas humildes, apenas esboza declaraciones burocráticas. Irma no tenía fuero, ni cámara, ni tribuna; tenía una vida de trabajo, un taxi y una decisión: no someterse al crimen. Esa valentía, que debería ser exaltada como acto heroico, no encontró eco en un gobierno que se dice feminista pero que guarda sus gestos simbólicos para causas mediáticas o figuras cómodamente ideologizadas. Las redes sociales, en su brutalidad, han captado esta omisión con una precisión demoledora: “Ahí tienen a su feminista”, escriben, evidenciando el abismo entre el discurso progresista y la realidad que padecen millones. El Estado ha convertido a las víctimas en cifras, en “personas”, en “casos”, jamás en nombres. Lo de Irma es una tragedia, pero también una interpelación: si su nombre no se grita, si su historia no se inscribe como símbolo, ¿de qué sirve todo ese aparato político que se llena la boca hablando de derechos humanos y justicia de género? El feminismo no se mide en proclamas, sino en la respuesta frente al horror. Y en el caso de Irma, esa respuesta fue débil, indolente y, por tanto, cómplice. Una presidente así no se la merece ni Irma ni el país.
La reacción del gobierno de Claudia Sheinbaum ante la inminente imposición de aranceles del 30% por parte de la administración Trump exhibe una preocupante ingenuidad diplomática disfrazada de pragmatismo, cuando en realidad refleja una peligrosa subestimación del carácter agresivo y volátil del presidente estadounidense. A menos de una semana de que entren en vigor estas tarifas, la estrategia del gobierno mexicano se resume en consultas internas, la promoción de un “Plan México” de contornos vagos y la eventualidad de una llamada telefónica con Trump, cuya eficacia es más simbólica que resolutiva. Esta actitud conciliadora, incluso suplicante, desconoce el trasfondo político-electoral de las medidas arancelarias: Trump no busca acuerdos técnicos, sino imponer un castigo político y mediático que le otorgue réditos entre su base electoral, proyectando una imagen de dureza frente a México. La narrativa del déficit comercial y del combate al narcotráfico son apenas excusas. Frente a esta amenaza, el gobierno mexicano debería desplegar una ofensiva diplomática firme, articulada con los sectores productivos afectados y con aliados estratégicos en Estados Unidos, no simplemente confiar en “ver si los equipos llegan a un acuerdo”. El intento de mostrar avances en seguridad –como la reducción del 50% del tráfico de fentanilo y la destrucción de laboratorios de metanfetaminas–, aunque valioso, es irrelevante para frenar una medida que responde más a la política interna de Washington que a la cooperación bilateral. La promesa de que los aranceles pueden evitarse sin afectar la economía mexicana suena tan irreal como la idea de que un simple esquema técnico convencerá a un político que utiliza el castigo económico como arma electoral. El riesgo no sólo es económico –con la amenaza directa al ‘nearshoring’, al TMEC y a miles de empleos en sectores clave–, sino institucional, si México actúa como subordinado en lugar de socio. La falta de una postura decidida, con firmeza jurídica y respaldo internacional, deja a México vulnerable ante una política de presión constante que podría escalar en los próximos meses. Lo que está en juego no es sólo la balanza comercial, sino el principio de soberanía frente a una potencia que ha demostrado que no respeta el diálogo cuando su estrategia se basa en la imposición. La estrategia de Sheinbaum, anclada en la espera, la cautela y la diplomacia tácita, revela una presidencia que aún no ha comprendido la naturaleza del poder que enfrenta, y que corre el riesgo de convertir la defensa nacional en una carta de buenas intenciones sin impacto real.
El caso de Diana Karina Barreras, diputada de Morena, y su esposo Sergio Gutiérrez Luna, exhibe con brutal claridad cómo un instrumento jurídico legítimo —la protección contra la violencia política de género— puede ser pervertido en manos del poder para amordazar la crítica y castigar la opinión ciudadana. La sanción impuesta por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) a Karla Estrella, una ciudadana de Hermosillo, por un simple tuit donde sugería que Barreras obtuvo su candidatura por influencia de su esposo, configura un atropello a la libertad de expresión disfrazado de justicia electoral. No hay insultos, amenazas ni incitaciones en el mensaje original; sólo una interpretación, quizá errada, quizá punzante, pero absolutamente válida en un régimen democrático. La sentencia que obliga a Estrella a publicar una disculpa durante 30 días, tomar cursos de reeducación y quedar inscrita en un registro de agresores políticos por año y medio, evidencia una desproporcionalidad grotesca, un uso inquisitorial del aparato institucional para blindar a una figura pública de cualquier forma de escrutinio. Pero las maromas discursivas del poder son más indignantes que la sanción misma. Gutiérrez Luna ha salido en defensa de su esposa usando una narrativa victimista, sugiriendo que existe una campaña orquestada por adversarios políticos, mientras reduce la gravedad del castigo a un asunto de «interpretación de la sentencia». Barreras, por su parte, insiste en que una sola disculpa es suficiente, revelando así que ni siquiera la supuesta víctima cree en la necesidad de la sanción tal como fue dictada. La figura de «dato protegido», usada para ocultar el nombre de Barreras en la disculpa obligada, roza el absurdo en un contexto donde su identidad es de conocimiento público, y refuerza la opacidad de un proceso que debió regirse por la transparencia. Este episodio demuestra cómo Morena, que se autoproclama defensor de los derechos del pueblo, no duda en utilizar mecanismos legales para reprimir la disidencia cuando le resulta incómoda. Lo que debería ser un recurso para empoderar a las mujeres en la política se ha transformado en un escudo de impunidad para quienes ya gozan del poder. Así, el TEPJF no sólo se presta al ridículo, sino que erosiona su propia legitimidad al permitir que la ley se convierta en garrote selectivo. En vez de castigar la violencia real contra las mujeres en la política —que persiste brutalmente en todo el país—, se distraen recursos y credibilidad en casos donde la crítica ciudadana es criminalizada con el beneplácito de quienes hoy lucran con la protección institucional.