Si Donald Trump firmó un decreto imponiendo aranceles al acero y aluminio de México, esto confirma el giro proteccionista que había prometido durante su campaña. Trump ha sido claro en su intención de endurecer las relaciones comerciales con sus socios, y su regreso al poder implica un desafío directo para México, que depende en gran medida del acceso preferencial al mercado estadounidense. La respuesta de México, representada por la carta de Claudia Sheinbaum, es un ejemplo de la tibieza diplomática que ha caracterizado al gobierno actual. En lugar de reaccionar con una postura firme y medidas de represalia claras, el mensaje enviado a Trump se limita a un intento de persuasión con datos que difícilmente cambiarán la visión del mandatario estadounidense. Trump no es un político que base sus decisiones en gráficos o en argumentos de equilibrio comercial; su enfoque es netamente nacionalista y está diseñado para apelar a su base electoral en sectores industriales de su país, sin importar los efectos sobre los socios comerciales. El hecho de que México no haya anunciado de inmediato una respuesta contundente—como aranceles espejo o una revisión de otras áreas estratégicas del T-MEC—demuestra una falta de preparación ante un escenario que ya era previsible. La tibieza en la política exterior mexicana ha sido una constante en los últimos años: frente a Trump, el gobierno de AMLO adoptó una estrategia de sumisión con el tema migratorio, y ahora Sheinbaum parece seguir el mismo patrón, esperando que una carta diplomática frene una política comercial agresiva. México debe entender que el regreso de Trump no solo representa una amenaza comercial, sino también una prueba de su capacidad para negociar con firmeza. Si la única respuesta es un llamado a la buena voluntad de Trump, la administración mexicana está cometiendo un error estratégico grave. La lección de 2018-2020 fue clara: solo con medidas de presión—como la posibilidad de afectar exportaciones clave para EU o buscar diversificación comercial real—se puede lograr que Washington reconsidere sus posturas. Sin una estrategia más audaz, México corre el riesgo de quedar atrapado en un escenario donde las decisiones de Trump marcarán su destino económico sin resistencia efectiva.
El celebración de Claudia Sheinbaum sobre la elección de jueces y magistrados por voto popular marca un retroceso alarmante en la independencia judicial de México y en la separación de poderes. Lo que se presenta como un «avance democrático» es, en realidad, un golpe directo a la autonomía del Poder Judicial, que lo sometería a las mismas dinámicas de clientelismo, populismo y control partidista que ya afectan al Poder Ejecutivo y al Legislativo. Bajo la retórica de «será el pueblo quien elija», lo que realmente se está promoviendo es la politización extrema de la justicia. Un sistema en el que los jueces deban hacer campaña, depender de financiamiento político y someterse a la voluntad de un electorado influenciado por propaganda gubernamental solo beneficiará a los grupos en el poder. En cualquier democracia consolidada, el Poder Judicial se mantiene independiente precisamente para garantizar justicia, no para seguir intereses políticos. En este contexto, el anuncio de Sheinbaum no es un avance democrático, sino un paso hacia la erosión del Estado de derecho. El hecho de que la Suprema Corte no haya podido frenar esta reforma demuestra la presión que el gobierno de Morena ha ejercido sobre las instituciones. El debilitamiento progresivo del Poder Judicial ha sido una estrategia constante del oficialismo, desde la descalificación de ministros y jueces hasta las amenazas de reformas que buscan someterlos a la voluntad presidencial. La narrativa de que «no hay barreras» para la elección judicial es peligrosa porque implica que cualquier obstáculo constitucional o legal puede ser eliminado con mayoría legislativa, ignorando los principios fundamentales del orden democrático. Si esta reforma se concreta, México corre el riesgo de que la justicia deje de ser un contrapeso del poder y se convierta en un instrumento de persecución política y de impunidad para quienes controlen el aparato estatal. Este modelo se ha visto en regímenes autoritarios disfrazados de democracias, donde jueces electos terminan respondiendo no al Estado de derecho, sino a la voluntad del partido en turno. No es historia lo que está por hacerse el 1 de junio; es la institucionalización del sometimiento judicial, y con ello, un retroceso peligroso para la democracia mexicana.
Claudia Sheinbaum ha defendido sistemáticamente a diversos gobernadores y exfuncionarios de Morena que han sido señalados por corrupción, abuso de poder e incompetencia administrativa, lo que confirma la consolidación de un modelo de protección política e impunidad dentro del oficialismo. La más reciente defensa de Rutilio Escandón, exgobernador de Chiapas, se suma a una larga lista de respaldos a figuras polémicas como Cuitláhuac García (Veracruz), Rubén Rocha Moya (Sinaloa), Adán Augusto López (exsecretario de Gobernación) y Javier May (exdirector de Fonatur y operador del Tren Maya). En lugar de marcar distancia o promover investigaciones, Sheinbaum sigue la estrategia de blindaje político que ya caracterizaba a Andrés Manuel López Obrador, consolidando un sistema donde los aliados del régimen están exentos de rendir cuentas. Cuitláhuac García, por ejemplo, dejó Veracruz con altos niveles de violencia, represión judicial y acusaciones de uso faccioso de la fiscalía estatal. Su gobierno estuvo marcado por casos como la detención arbitraria de José Manuel del Río Virgen y el uso de delitos fabricados para silenciar opositores. En Sinaloa, Rubén Rocha Moya ha sido señalado por su cercanía con grupos criminales y la falta de acciones efectivas contra el narcotráfico, mientras que Adán Augusto López, uno de los operadores políticos más cercanos a AMLO, ha sido relacionado con opacidad en contratos gubernamentales y el desvío de recursos en Tabasco. Javier May, por su parte, ha sido cuestionado por el desastroso manejo del Tren Maya, cuyos sobrecostos y daños ambientales han sido ocultados bajo decretos de «seguridad nacional». El caso de Rutilio Escandón es particularmente grave. Durante su gobierno en Chiapas (2018-2024), el estado experimentó una creciente presencia del crimen organizado, disputas territoriales entre cárteles que generaron desplazamientos forzados y una crisis de gobernabilidad que quedó evidenciada en la violencia contra comunidades indígenas. Además, Escandón manejó el presupuesto con total opacidad, sin rendir cuentas sobre el gasto en seguridad y programas sociales. Que Sheinbaum lo defienda es una señal clara de que su gobierno no combatirá la corrupción dentro de Morena, sino que la protegerá bajo el discurso de la «transformación». Este patrón de encubrimiento confirma que Sheinbaum no busca una administración basada en la legalidad, sino la continuidad del modelo clientelar y autoritario de AMLO, donde los aliados políticos están blindados de cualquier investigación. Con esta actitud, la presidenta electa no actúa como una jefa de Estado comprometida con la justicia, sino como la líder de una red de protección e impunidad al servicio de una élite política que se presenta como «transformadora», pero que en realidad opera con las mismas prácticas del viejo régimen priista.