La revelación de que el expresidente Andrés Manuel López Obrador cuenta con una escolta militar, a pesar de haber desmantelado el Estado Mayor Presidencial y eliminar las escoltas de sus predecesores, constituye una muestra más de las contradicciones que han caracterizado su gestión y discurso político. Durante su mandato, López Obrador promovió la narrativa de que él sería un líder austero, protegido únicamente por «el pueblo», rechazando cualquier protección oficial bajo el argumento de que no temía a nada ni a nadie por su «autoridad moral». Sin embargo, los hechos actuales desmienten esa narrativa. La asignación de un «mínimo esquema de seguridad», compuesto por elementos del cuartel militar de Palenque, demuestra que la lógica de la seguridad personal no puede ni debe ser sacrificada en aras de populismos. Lo que es irónico y preocupante es que este esquema contrasta con la desprotección deliberada en que dejó a sus antecesores, a quienes despojó de las escoltas que históricamente se asignaban para garantizar su seguridad ante riesgos inherentes a su posición. El uso de recursos públicos y personal militar para proteger al expresidente en su finca “La Chingada” —un nombre irónicamente simbólico de su estilo provocador— plantea interrogantes sobre la congruencia de sus políticas de seguridad y la transparencia en torno a estas decisiones. La presidenta Claudia Sheinbaum intentó justificar esta medida afirmando que otros expresidentes viven fuera del país, pero esta defensa no tiene peso cuando se considera que los exmandatarios enfrentan amenazas independientemente de su ubicación, como lo demuestran casos internacionales de ataques contra figuras políticas retiradas. Más aún, el argumento de que esta escolta es «mínima» se diluye cuando se considera que el cuartel militar que le resguarda no fue diseñado únicamente para este propósito, pero sí involucra la asignación de recursos que podrían estar destinados a necesidades de seguridad más urgentes en un país azotado por la violencia y la inseguridad. El expresidente solía declarar que “el pueblo lo cuidaba”, una frase que resonó como símbolo de su autoproclamada cercanía con la ciudadanía, pero que hoy se revela como un lema vacío. Al aceptar una escolta militar, López Obrador no solo reconoce implícitamente la amenaza real que enfrentan los expresidentes en un país donde el narcotráfico y la polarización política generan riesgos latentes, sino que también traiciona el discurso con el que buscó legitimarse como un líder distinto. Este episodio refleja, una vez más, la peligrosa mezcla de simbolismo populista y políticas improvisadas que caracterizaron su administración. En un país donde más de 90% de los delitos quedan impunes, el mensaje que envía López Obrador al blindarse con recursos públicos es preocupante. No se trata de negarle la seguridad que merece por su posición, sino de señalar la incongruencia de haber despojado a otros expresidentes de esa misma protección, a quienes hoy expone en un contexto de creciente violencia. Si el expresidente confía en «el pueblo» para su seguridad, ¿por qué no mantiene esa postura ahora? ¿O acaso el “pueblo bueno” no basta cuando las amenazas se vuelven reales? La hipocresía queda al descubierto, y este caso es otro recordatorio de la distancia entre los discursos políticos grandilocuentes y las acciones concretas.
La polémica que envuelve a Luisa María Alcalde, secretaria de Gobernación, y su hermana Bertha Alcalde, quien busca convertirse en la próxima fiscal de la Ciudad de México, evidencia las profundas contradicciones en la narrativa de la 4T sobre el nepotismo y la meritocracia. Mientras Luisa Alcalde critica vehementemente el supuesto nepotismo en el Poder Judicial, un discurso recurrente desde el gobierno federal para deslegitimar a esta institución, su hermana enfrenta señalamientos por aspirar a un cargo de altísima relevancia cuya independencia es esencial, pero cuya candidatura está inevitablemente marcada por los vínculos familiares y políticos. Este caso desnuda la falta de coherencia en el discurso oficialista: por un lado, se condena el nepotismo y los «privilegios heredados» en otras instituciones, pero, por otro, se normaliza cuando las beneficiarias son figuras cercanas al poder presidencial. La candidatura de Bertha Alcalde como posible fiscal general de la CDMX ha desatado críticas legítimas, no por su preparación académica o técnica, sino por su cercanía política con Morena y su vínculo directo con el círculo cercano del presidente López Obrador. Su experiencia como funcionaria pública, que incluye su paso por la Cofepris, no necesariamente garantiza el nivel de independencia que requiere un puesto tan crucial en una ciudad con altos niveles de violencia, impunidad y retos en materia de procuración de justicia. La Fiscalía debe ser un organismo autónomo y libre de intereses políticos, pero la sola postulación de alguien tan estrechamente ligado al gobierno federal genera dudas sobre si realmente servirá a la ciudadanía o será un brazo político más del oficialismo. Las declaraciones de Luisa Alcalde sobre el nepotismo en el Poder Judicial no solo suenan hipócritas, sino que refuerzan la percepción de un doble estándar en el gobierno de la 4T. Critican en otros lo que practican dentro de su propia estructura política. Esta dinámica es un reflejo de cómo el discurso de «transformación» ha sido usado no como un verdadero esfuerzo por combatir los vicios del pasado, sino como una herramienta para atacar adversarios y justificar prácticas similares cuando les benefician. La moralidad selectiva que exhiben en este caso es un claro ejemplo de que el poder no transforma a las personas, solo evidencia su verdadera naturaleza. Más allá del linaje político, lo que preocupa de fondo es cómo este tipo de episodios mina la confianza en las instituciones y perpetúa la percepción de que los cargos públicos están reservados para quienes tienen conexiones con la élite gobernante. La consolidación de un sistema basado en el mérito y la independencia sigue siendo una asignatura pendiente, y casos como el de Bertha Alcalde no hacen más que agravar la desconfianza ciudadana. Si el gobierno realmente busca transformar el país, debe empezar por aplicar los principios que exige a otros, empezando por garantizar procesos de selección transparentes y alejados de los intereses políticos familiares. Lástima, sabemos que a ellos estas opiniones poco les importan.
El ataque armado en el antro «DBar» de Villahermosa, Tabasco, que dejó al menos seis muertos, es una muestra trágica de la incapacidad del gobierno estatal, encabezado por Carlos Manuel Merino, y del federal, liderado por Morena, para garantizar la seguridad de los ciudadanos. La violencia que sacude a Tabasco, un estado históricamente visto como bastión de Morena y cuna del presidente López Obrador, deja al descubierto no solo la ineficiencia de las estrategias de seguridad implementadas, sino también la profunda desconexión entre el discurso oficial y la realidad. Mientras se insiste en una narrativa de «abrazos, no balazos» y se presume una supuesta pacificación del país, las cifras y los eventos hablan por sí mismos: el país está incendiado por el crimen organizado y la impunidad rampante. El caso de Tabasco no es aislado; refleja un patrón nacional donde las masacres en lugares públicos, los ataques indiscriminados y la creciente inseguridad son parte del día a día. Sin embargo, lo que agrava la situación en este caso específico es la falta de respuestas contundentes y la constante negación de la gravedad del problema por parte de las autoridades. Carlos Merino, como gobernador interino, ha demostrado una gestión mediocre que parece más preocupada por alinearse políticamente con la federación que por implementar medidas serias para frenar la criminalidad. Tabasco, lejos de ser un estado prioritario en términos de seguridad, se encuentra sumido en una ola de violencia que socava el tejido social y económico. La masacre en «DBar» debe interpretarse como un síntoma de una enfermedad más profunda: la inacción gubernamental frente a la consolidación de grupos delictivos que operan con impunidad en la región. En un contexto donde la Guardia Nacional —supuestamente creada para combatir este tipo de crisis— se ha militarizado y subordinado a tareas políticas y administrativas, la ciudadanía queda desprotegida. Además, el desmantelamiento de instituciones civiles, como la Policía Federal, y la falta de coordinación efectiva entre los tres niveles de gobierno han debilitado aún más la capacidad de respuesta ante la creciente ola de violencia. La respuesta de Morena y del gobierno estatal es, como de costumbre, insuficiente. Más allá de los discursos de condolencias y los llamados vacíos a la paz, no se han visto acciones concretas que apunten a una estrategia real para desmantelar a las células delictivas responsables. Por el contrario, la política de seguridad actual parece haberse convertido en una serie de reacciones tardías e improvisadas, mientras las víctimas continúan acumulándose. Este modelo, en el que el gobierno se rehúsa a reconocer que la violencia no se combate con retórica, sino con inteligencia, planeación y firmeza, está empujando al país a una espiral de violencia sin salida visible. Es evidente que Tabasco, como el resto del país, necesita urgentemente una reestructuración en materia de seguridad pública. Esto implica no solo fortalecer las capacidades de las fuerzas de seguridad, sino también garantizar justicia para las víctimas y acabar con la impunidad. Sin embargo, mientras Morena siga priorizando su agenda política y minimizando la crisis de seguridad, los ciudadanos seguirán siendo las víctimas silenciosas de un gobierno que, paradójicamente, llegó al poder prometiendo paz y justicia.