Lenguaje, poder y blindaje: la descomposición ética en la política mexicana

Lenguaje, poder y blindaje: la descomposición ética en la política mexicana

El exabrupto verbal de Adán Augusto López Hernández en la tribuna del Senado, al declarar que “yo siempre tiendo la mano, sobre todo a los que tienen alguna discapacidad. A las locas y los locos, hay que tenerles mucha consideración”, no fue un simple desliz, sino una muestra descarnada de la arrogancia política, el desprecio institucional y el cinismo clasista que sigue impregnando a buena parte del liderazgo de la autollamada Cuarta Transformación. En cualquier democracia con estándares éticos mínimos, este tipo de expresiones provocarían una disculpa inmediata, una sanción legislativa y una reflexión colectiva sobre los límites del lenguaje parlamentario. En México, en cambio, la respuesta fue tibia, edulcorada por una disculpa vacía, maquillada de corrección retórica pero rematada con la ratificación del uso del término “locas y locos del pueblo”, lo que no solo invalida la supuesta retractación, sino que la convierte en un acto de provocación política. El comentario de López no fue lanzado al azar: surgió como respuesta a una acusación seria —la posible vinculación de legisladores de Morena con redes de lavado de dinero del Cártel de Sinaloa, según denunció la senadora Lilly Téllez—, pero en lugar de responder con argumentos o evidencias, optó por la burla, la descalificación y la referencia peyorativa a condiciones de vida, ofendiendo de paso no solo a su interlocutora, sino a millones de personas con discapacidad y a comunidades históricamente marginadas. La reacción indignada de legisladoras como Claudia Anaya, quien utiliza silla de ruedas, no es una exageración ni una sensibilidad extrema: es una defensa legítima de la dignidad humana ante un lenguaje que normaliza la exclusión y perpetúa estigmas profundamente dañinos. Que este episodio ocurra en el contexto de un Senado donde se corea “¡Es un honor estar con Obrador!” mientras se pisotea la Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación, pone de manifiesto la incoherencia moral de una clase política que se proclama progresista pero actúa como si estuviera atrapada en los códigos culturales del siglo XIX. El fuero parlamentario no puede ni debe ser escudo para la ignominia: aunque la ley protege la libertad de expresión de los legisladores, eso no los exime de la responsabilidad política ni ética de sus palabras. Es urgente que organismos como el CONAPRED intervengan y que el Senado revise con seriedad sus protocolos de conducta, porque lo que está en juego no es un tema de corrección política, sino la legitimidad del debate democrático. Adán Augusto, que aspira a figurar en el tablero de la sucesión futura y que ya carga con el descrédito de su gris y autoritaria gestión en Gobernación, ha demostrado una vez más que su noción de poder está impregnada de prepotencia y desprecio. Lo suyo no fue un error de cálculo: fue una exhibición de lo que realmente piensa y representa.

 

La conducta de Gerardo Fernández Noroña en redes sociales vuelve a exhibir los límites difusos –cuando no francamente inexistentes– del decoro y la ética política en México. La semana anterior, el diputado petista protagonizó un intercambio particularmente virulento con la diputada Margarita Zavala, elevando el tono a niveles francamente injuriosos que poco o nada contribuyen al debate democrático. Fernández Noroña, que ha hecho de la estridencia su marca personal, respondió a una crítica de Zavala con una serie de ataques que rebasan lo aceptable en una contienda política civilizada, aludiendo no solo a su trayectoria, sino también a su vida personal y familiar, lo que provocó la intervención del propio Luis Felipe Calderón Zavala. Lo que resulta preocupante no es solo el lenguaje soez e incendiario –que ya es habitual en Fernández Noroña– sino la permisividad institucional con que se le tolera. En cualquier democracia madura, un legislador que incurriera sistemáticamente en agravios personales y lenguaje de odio enfrentaría sanciones parlamentarias o incluso procedimientos éticos, pero en México estas expresiones han sido normalizadas, encubiertas por una falsa idea de “libertad de expresión combativa” que en realidad es pretexto para el linchamiento verbal. Fernández Noroña no es un outsider radical; es diputado federal y parte activa de la coalición gobernante, con aspiraciones legítimas a cargos de poder, lo que vuelve aún más inquietante su comportamiento: si desde la tribuna pública se permite estas formas, ¿qué se puede esperar de su proceder en responsabilidades mayores? Su agresividad no es solo una falla de carácter, sino un síntoma de una política que premia el espectáculo sobre la razón, la injuria sobre el argumento. Este episodio revela también la extrema polarización del discurso político nacional, donde cualquier disenso se convierte en motivo de descalificación personal. Aunque Zavala representa una figura cuestionada por su paso por la vida pública, su interlocución merece respeto, y las diferencias deben dirimirse con argumentos, no con insulltos ta baratos como quien los profiere. Que Fernández Noroña recurra a ataques personales en lugar de contrarrestar ideas sólo confirma su incapacidad para sostener un debate de altura. Urge que el Congreso establezca mecanismos reales de contención ética para frenar este tipo de actitudes, porque la degradación del lenguaje político no es un simple problema de formas: es una erosión del sistema democrático que normaliza el insulto, invisibiliza los problemas estructurales y desplaza la deliberación pública hacia el terreno del agravio. México no puede darse el lujo de tener líderes que convierten la plaza pública en un campo de batalla verbal. La política requiere firmeza, sí, pero también respeto, inteligencia y autocontención: tres virtudes que Fernández Noroña considera prescindibles.

 

La acusación por parte del Departamento del Tesoro de Estados Unidos contra la casa de bolsa Vector, señalada por posibles vínculos con operaciones de lavado de dinero, representa no solo un golpe devastador para la reputación de una de las instituciones financieras de México, sino también una sacudida política profunda debido a la figura de su propietario, Alfonso Romo, empresario regiomontano con estrechas ligas con el presidente Andrés Manuel López Obrador, de quien fue jefe de Oficina en Palacio Nacional durante la primera mitad del sexenio. El señalamiento levanta una niebla de sospechas que va mucho más allá del ámbito financiero, pues toca fibras sensibles del sistema de poder en México: Romo no es un actor secundario, sino un operador clave en el puente entre el sector privado y el gobierno de la 4T. La cercanía personal e ideológica con el presidente, sumada a su papel como articulador de confianza entre inversionistas y la administración federal, le dio a Romo un protagonismo peculiar, posicionándose como el “empresario de la transformación” y en ocasiones como el traductor del discurso oficial hacia los círculos financieros. Que ahora se vea envuelto en un escándalo de esta magnitud desata una tormenta que combina elementos judiciales, diplomáticos y políticos. La narrativa de combate al “neoliberalismo corrupto” se tambalea si uno de sus pilares empresariales es acusado de facilitar el flujo de capitales ilícitos. Además, este episodio compromete la imagen de México ante los organismos financieros internacionales, en un contexto donde el país ya sufre de desconfianza estructural por sus inconsistencias regulatorias, su permisividad con el crimen organizado y su opacidad en materia de financiamiento político. En el peor de los escenarios, esta denuncia podría abrir la puerta a sanciones, investigaciones más profundas e incluso la ruptura de convenios de cooperación financiera con Estados Unidos. A nivel interno, el caso puede ser instrumentalizado por facciones adversas dentro del propio régimen. En cualquier país serio, una acusación de esta índole generaría la inmediata intervención de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores, la UIF, y la Fiscalía General de la República; pero en México, el historial de impunidad selectiva hace temer que el caso sea barrido bajo la alfombra si compromete figuras incómodas para el poder. La ausencia de transparencia y la posible colusión institucional son tan graves como el delito mismo.

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