El caso de Cuauhtémoc Blanco, gobernador de Morelos, ha estado rodeado de controversias que abarcan desde acusaciones de corrupción hasta denuncias graves como la presentada por su propia hermana, quien lo acusó de intento de violación. La reciente postura de Claudia Sheinbaum, declarando que «no protegerán a nadie», contrasta con las acciones observadas hasta ahora en relación con las investigaciones y los conflictos políticos en Morelos, particularmente con el fiscal Uriel Carmona, quien enfrentó un proceso de desafuero impulsado por el propio Congreso estatal. El apoyo implícito o explícito de Morena hacia Cuauhtémoc Blanco es un tema que levanta fuertes sospechas, especialmente debido a la falta de avances concretos en las investigaciones contra él, a pesar de los múltiples señalamientos en su contra. Blanco ha sido acusado de colusión con el crimen organizado, mal manejo de recursos públicos y ahora de un delito gravísimo como el intento de violación. El caso de su hermana no solo pone en entredicho su integridad personal, sino también la de las instituciones encargadas de impartir justicia, que parecen operar bajo criterios políticos en lugar de actuar con imparcialidad. La situación se agrava al observar la dinámica entre el Ejecutivo estatal, el Legislativo local y la Fiscalía de Morelos. Claudia Sheinbaum busca proyectar una imagen de firmeza y compromiso con la justicia, pero sus palabras se enfrentan al escepticismo de un público que percibe que las acciones no corresponden con las declaraciones. El hecho de que Morena, como partido, no haya tomado una postura contundente en relación con Cuauhtémoc Blanco refuerza la narrativa de que los intereses políticos prevalecen sobre la aplicación de la ley. Este tipo de favoritismos, reales o percibidos, dañan profundamente la credibilidad no solo de las figuras políticas involucradas, sino también de las instituciones que deberían operar con independencia. El contexto deja en evidencia la urgencia de que el gobierno federal y los partidos políticos, incluido Morena, tomen medidas claras para demostrar que nadie está por encima de la ley, tal como lo afirmó Sheinbaum. Esto no solo implica facilitar las investigaciones contra Blanco y otros políticos cuestionados, sino también garantizar que las denuncias sean atendidas con seriedad y sin interferencias. De no ser así, las declaraciones públicas sobre el combate a la impunidad quedarán como un simple discurso vacío, minando aún más la confianza ciudadana en las instituciones.
El que Claudia Sheinbaum exija a Estados Unidos asumir su responsabilidad en el consumo y distribución de drogas plantea una cuestión válida, pero también evidencia una problemática recurrente en el discurso político mexicano: el desvío de la atención hacia factores externos como una forma de eludir responsabilidades internas. No cabe duda de que el narcotráfico es un fenómeno transnacional que requiere una estrategia conjunta entre países, especialmente cuando el mercado de consumo más grande del mundo se encuentra en Estados Unidos. Sin embargo, esta interdependencia no exime a México de enfrentar con firmeza y contundencia a los cárteles y redes criminales que operan dentro de sus fronteras, y en este punto, la administración de Sheinbaum, así como el gobierno federal en su conjunto, han dejado mucho que desear. En México, el crimen organizado se ha expandido como un cáncer, infiltrándose en instituciones de seguridad, justicia y gobiernos locales, lo que ha permitido que grupos delictivos ejerzan un control territorial alarmante. Si bien la retórica oficial insiste en priorizar «las causas» de la violencia —como la pobreza y la exclusión social—, esta estrategia, aunque necesaria, es insuficiente frente a un enemigo tan consolidado. Los altos índices de homicidios, extorsiones y desplazamientos forzados muestran que el enfoque de “abrazos, no balazos” de la pasada administración, que es la misma en su continuidad, fracasó en garantizar la paz y la seguridad. Es fundamental implementar una política de Estado que no solo ataque las causas estructurales, sino que también recupere el control territorial y desmantele las estructuras financieras y logísticas de los cárteles. Sheinbaum, enfrenta el reto de demostrar que no solo puede señalar problemas ajenos, sino también articular soluciones concretas para los propios. Esto incluye el fortalecimiento de las policías locales y estatales, desprotegidas y mal equipadas frente a grupos criminales bien armados; el combate a la corrupción dentro de las fuerzas de seguridad y la judicatura; y la protección efectiva a los ciudadanos que viven bajo el yugo de los cárteles. Sin acciones decididas dentro del territorio mexicano, las exigencias hacia otros países se perciben como un intento de diluir la responsabilidad. La exigencia a Estados Unidos de abordar el consumo de drogas y la distribución de armas es válida, pero debe ir acompañada de una estrategia nacional robusta que envíe un mensaje de que el gobierno de México no tolerará que el crimen organizado continúe dictando las reglas en amplias regiones del país. De lo contrario, cualquier discurso sobre cooperación internacional será visto como un acto de hipocresía o una muestra de incapacidad política frente a la grave crisis de seguridad que enfrenta la nación.
El señalamiento de Octavio Romero Oropeza sobre la operación de los «coyotes» en el Infonavit expone una trama de fraude que, lejos de ser un fenómeno nuevo, es un reflejo de la corrupción estructural que ha permeado el sistema de financiamiento de vivienda en México durante décadas. La mecánica del engaño es clara: se presentan como gestores que facilitan el acceso a créditos en efectivo, prometiendo liquidez inmediata a los trabajadores, pero en realidad se apropian de un porcentaje sustancial de los fondos, dejando a los derechohabientes en una situación de vulnerabilidad. La gravedad del asunto no radica únicamente en el fraude en sí, sino en la falta de control institucional que ha permitido la proliferación de estas prácticas a lo largo del país, con anuncios descaradamente visibles en bardas y espacios públicos sin que las autoridades locales o federales los desmantelen con eficacia. Resulta inconcebible que estos esquemas hayan operado con impunidad, en algunos casos con la complicidad de funcionarios corruptos o redes delictivas que lucran con la desesperación de los trabajadores. No se trata de simples estafadores aislados, sino de una mafia bien organizada que se aprovecha del desconocimiento y la necesidad de liquidez de los derechohabientes, lo que pone en evidencia la urgencia de una reforma profunda en los mecanismos de transparencia y control del Infonavit. No basta con hacer un llamado a la ciudadanía para que no se deje engañar; es imperativo que el Gobierno implemente una estrategia de combate frontal contra estas redes, que incluya una fiscalización rigurosa de los procesos internos del instituto, sanciones ejemplares a los involucrados y una campaña masiva de información para evitar que los trabajadores caigan en estas trampas. La corrupción y la negligencia histórica dentro del Infonavit no son un secreto: administraciones pasadas han tolerado abusos sistemáticos, incluyendo el despojo de viviendas mediante despachos jurídicos coludidos con jueces corruptos. Si bien la actual administración busca exponer estas prácticas, la verdadera prueba será su capacidad para erradicarlas de raíz, pues de lo contrario, la denuncia quedará en mero discurso sin consecuencias tangibles. La estafa de los «coyotes» es solo la punta del iceberg de un problema mayor: un sistema financiero de vivienda diseñado más para beneficiar a intermediarios y especuladores que a los propios trabajadores.