La afirmación de que la Refinería Olmeca está operando “con normalidad”, procesando cerca de 200 mil barriles diarios, representa un giro discursivo calculado: se apela a una narrativa de funcionalidad parcial como éxito, aunque los datos duros revelan una realidad más compleja. Es cierto que tras múltiples tropiezos técnicos —desde la contaminación del crudo con agua salina hasta un corte eléctrico reciente— Dos Bocas ha iniciado procesos de refinación, pero estos aún se desarrollan dentro de una fase prolongada de pruebas y puesta en marcha, lejos de la operación a plenitud prometida. Que la refinería procese el 60% de su capacidad diseñada —cuando se habían prometido 340 mil barriles diarios desde mediados de 2023— es menos una muestra de eficiencia que un síntoma de lo que ocurre cuando se inauguran obras inconclusas por razones políticas y no técnicas. Si bien se ha superado la parálisis inicial, lo cierto es que la planta no ha sido oficialmente entregada como “obra terminada” bajo estándares industriales internacionales: los equipos aún enfrentan ajustes, y no se ha certificado un régimen de operación estable y continuo bajo condiciones comerciales normales. La insistencia del gobierno en presentar esta producción parcial como éxito no puede ocultar que el proyecto ya ha costado más del doble de lo presupuestado originalmente, sin que su rentabilidad ni su impacto en la soberanía energética estén claramente demostrados. En términos políticos, el vaso medio lleno busca apalancar la narrativa de que la autosuficiencia energética está en marcha, mientras el vaso medio vacío exhibe los efectos de una planificación marcada por la improvisación y la opacidad. La operación limitada de Dos Bocas sirve como ancla simbólica, pero es incapaz por sí sola de alterar significativamente la balanza del déficit de refinados en México, ni resolver el rezago estructural de Pemex. El discurso triunfalista del día encubre, por tanto, una paradoja: se presume como éxito lo que apenas es un avance tardío y parcial. Si se quiere transformar este proyecto en un legado real y no en una ruina tecnocrática, se necesita transparencia absoluta, auditoría pública sobre costos reales, plazos de entrega realistas y una política energética desideologizada, centrada en eficiencia, transición y sostenibilidad. De lo contrario, Dos Bocas seguirá operando no como motor del desarrollo, sino como símbolo del gigantismo estatal que privilegia la propaganda sobre los resultados tangibles.
La declaración de Alejandro Gertz Manero —“hemos negado el amparo, porque no procede, porque nosotros no lo tenemos en nuestro poder”— en el contexto del caso de Julio César Chávez Jr. no sólo representa una desafortunada formulación verbal, sino una grave distorsión de las funciones que corresponden a una fiscalía en un Estado de Derecho. Al afirmar que “hemos” negado el amparo, el fiscal general sugiere que la FGR posee facultades que constitucionalmente recaen en el Poder Judicial, confundiendo las atribuciones del Ministerio Público con las competencias exclusivas de los jueces federales. Esta afirmación, además de incorrecta, desinforma a la opinión pública y erosiona la separación de poderes, principio esencial para la legalidad democrática. El caso comenzó en 2019, cuando la FGR abrió una carpeta de investigación con base en una denuncia del Departamento del Interior de Estados Unidos, vinculando a Chávez Jr. con delitos graves como delincuencia organizada, tráfico de armas, drogas y personas. Sin embargo, a pesar de la gravedad de las acusaciones, la Fiscalía no ha hecho público un solo elemento probatorio concluyente, y el expediente se mantiene cubierto por una opacidad inquietante. En 2023 se giró una orden de aprehensión contra Chávez Jr., quien reside en EU con visa de turista. Desde entonces, México ha solicitado su detención, sin éxito. El boxeador promovió varios amparos en México para impedir su captura ante una eventual extradición, todos rechazados con base en un criterio técnico: los jueces determinaron que el amparo no procede si el promovente no se encuentra bajo custodia o jurisdicción territorial. Este es un principio procesal claro y ajeno a cualquier facultad de la FGR. Que el fiscal general se pronuncie como si tuviera competencia para resolverlos es, cuando menos, preocupante. Esta postura no es aislada; forma parte de un patrón institucional bajo el liderazgo de Gertz, caracterizado por el intervencionismo en procesos judiciales, la marginación de los contrapesos legales y una inclinación autoritaria que desprecia la arquitectura republicana del sistema de justicia. Gertz también arremetió contra Estados Unidos por permitir la estancia de Chávez Jr. pese a la orden de captura, señalando una supuesta protección indebida. Si bien la cooperación judicial con EU es frecuentemente desigual y frustrante, la queja pierde legitimidad si proviene de una Fiscalía debilitada internamente. Sin transparencia procesal, sin respeto a los límites constitucionales y sin una conducta profesional intachable, la FGR no puede aspirar a ser tomada en serio en el ámbito internacional. La extradición no se trata sólo de tratados bilaterales, sino de confianza en que el proceso será legal, justo y respetuoso de los derechos humanos. El caso Chávez Jr., lejos de ejemplificar eficacia judicial, se convierte en un reflejo de las profundas distorsiones que impiden a la justicia mexicana actuar con autonomía, legalidad y credibilidad.
La investigación penal en curso contra el diputado Julio Scherer Pareyón por presunta corrupción en la concesión del libramiento de Nogales, así como el litigio civil contra su padre, el exconsejero presidencial Julio Scherer Ibarra, en el caso del Viaducto Bicentenario, constituye un terremoto político de consecuencias profundas para el Partido Verde Ecologista de México (PVEM) y para el núcleo más íntimo del poder presidencial. En el plano legal, si se judicializa la carpeta de investigación y se emiten órdenes de aprehensión, se quebraría el blindaje político que por años ha protegido a figuras cercanas al exconsejero Scherer, quien fungió como operador jurídico de Palacio Nacional durante una etapa clave del actual gobierno. El hecho de que su hijo sea diputado en funciones convierte este caso en un campo minado jurídico: el fuero constitucional será puesto a prueba y, de avanzar el proceso penal, se abriría un precedente inédito en la era moderna mexicana, donde la procuración de justicia atraviesa por un pantano de selectividad e impunidad. El PVEM, por su parte, enfrenta un dilema ético y estratégico: mantener el respaldo a un legislador bajo sospecha en un momento de vigilancia pública intensa, o desvincularse para preservar su narrativa de aliado verde del gobierno, sin manchar sus aspiraciones en futuras elecciones. Este escándalo amenaza con romper la precaria estabilidad de un partido que ha navegado la política como rémora del poder presidencial, obteniendo posiciones a cambio de lealtad, pero ahora obligado a rendir cuentas ante un aparato judicial que podría, por primera vez en años, exhibir autonomía. La situación es aún más explosiva: con el nuevo gobierno intentando consolidar su legitimidad, un caso de corrupción que involucra al hijo de un exconsejero presidencial y actual legislador puede erosionar la narrativa del combate a la impunidad que tanto se pregonó en campañas. Para el bloque oficialista, esta crisis implica un riesgo de fragmentación: el PVEM podría ser arrastrado por la caída moral de uno de sus diputados, y Morena deberá decidir si protege o se deslinda de quienes hasta hace poco fueron piezas clave en su engranaje. Además, la figura del exconsejero Scherer —que gozó de poder discrecional, fue señalado como artífice de venganzas jurídicas selectivas y cuyos vínculos con grupos empresariales lo hacían un operador con intereses cruzados— resurge como símbolo de la duplicidad del poder: un rostro que en público prometía justicia y en privado tejía alianzas que ahora están bajo lupa. Este es un momento de quiebre institucional: si la FGR avanza con independencia, el PVEM se verá obligado a depurar su bancada y el nuevo gobierno deberá elegir entre la lealtad a sus viejos aliados o el compromiso con una justicia que no tolere excepciones. En cambio, si el proceso se diluye o se reduce a un litigio estéril, quedará claro que la regeneración prometida ha sido, una vez más, un espejismo reciclado de la vieja política. Así, el caso Scherer no es sólo un expediente judicial: es una grieta en la narrativa del poder, un espejo incómodo de la herencia presidencial que aún contamina la política nacional y una prueba decisiva para la legitimidad de las instituciones frente al cinismo del poder impune.