El episodio protagonizado por la senadora de Morena por Tlaxcala, Ana Lilia Rivera, al reprochar públicamente al secretario de Organización del partido, Andy López Beltrán —hijo del presidente— que “el poder se ejerce con humildad”, refleja que la narrativa moralizadora que sostuvo al lopezobradorismo comienza a mostrar grietas incluso en su núcleo político. Que la crítica provenga de una figura de la misma bancada no es un gesto menor: revela una pugna interna entre quienes intentan mantener la retórica de austeridad republicana y quienes, como el señalado, encarnan prácticas de privilegio que recuerdan a las élites que Morena prometió erradicar.
La escena adquiere un matiz irónico al observar que la senadora, mientras hablaba de humildad, descendía de una camioneta de lujo, el tipo de vehículo que López Obrador bautizó como “machuchón” para estigmatizar a la clase política tradicional. Este contraste debilita la fuerza moral de su mensaje y expone la contradicción estructural de un movimiento que ha hecho de la austeridad un estandarte discursivo, pero que tolera símbolos de opulencia. El momento golpea indirectamente la imagen de la presidenta, pues el señalamiento al hijo también se lee como cuestionamiento al entorno presidencial. En política, estos “coscorrones” internos son más dañinos que las críticas opositoras, pues erosionan la cohesión y alimentan la percepción de hipocresía.
La escena de Claudia Sheinbaum, presidenta de México, respondiendo a una pregunta sobre supuestos vuelos de drones de la CIA en territorio nacional y cerrando con un fragmento cantado del Himno Nacional, condensa el momento político: mezcla de solemnidad institucional, mensaje patriótico calculado y teatralidad mediática. Negó categóricamente la existencia de vigilancia estadounidense no autorizada, asegurando que, de ocurrir, sería bajo solicitud y coordinación del Gobierno mexicano. Este discurso proyecta firmeza y control, buscando blindar la imagen de un México soberano que “colabora, pero no se subordina”.
Sin embargo, la apelación al símbolo máximo del himno revela más estrategia de percepción que política concreta: cantar una estrofa no sustituye la exigencia de transparencia sobre los mecanismos de defensa y control territorial. En un contexto de cooperación en seguridad profundamente asimétrica con Estados Unidos, prometer que “jamás” habrá intromisión sin detallar cómo se verifica deja más preguntas que certezas. El gesto, por emotivo que parezca, corre el riesgo de alimentar el “patriotismo de micrófono”: contundente en discurso, pero opaco en protocolos reales.
El caso de la diputada Diana Karina Barreras, que insiste en justificar su decisión de llevar a instancias judiciales una crítica en redes sociales y presume no arrepentirse, ilustra cómo algunos representantes confunden la investidura para alimentar su ego. Convertir un tuit incómodo en un litigio no habla de defensa legítima, sino de soberbia, y revela un desprecio por la esencia democrática: la tolerancia al escrutinio ciudadano.
Más preocupante aún es su negativa a reconocer el error, lo que responde a la convicción de que, en un escenario similar, actuaría igual, ignorando el daño a la libertad de expresión y al debate público. Este tipo de conductas se inscribe en una peligrosa deriva autoritaria, donde el aparato judicial se usa como instrumento de intimidación contra voces críticas. En democracias maduras, los legisladores defienden el derecho a la crítica, incluso cuando incomoda; aquí, en cambio, se busca silenciarla.
Este episodio envía un mensaje inequívoco: para algunos políticos, la democracia es aceptable siempre que no cuestione su vanidad ni exponga sus contradicciones.