Silencios, sentencias y gritos: los rostros del poder en ruinas

Silencios, sentencias y gritos: los rostros del poder en ruinas

La escena política que se desarrolló en el Consejo Nacional de Morena es mucho más que una simple omisión protocolaria: el gesto de Adán Augusto López al no estrechar la mano de Javier May se erige como símbolo nítido de una fractura política que atraviesa al corazón del poder tabasqueño y, por extensión, a una parte sustantiva del morenismo nacional. El saludo ausente no es casual ni superficial: es la confirmación de un antagonismo larvado que ha mutado de rivalidad política a acusación frontal. Javier May, actual figura clave del obradorismo en Tabasco y exdirector de Fonatur, acusó a Adán Augusto —exgobernador, exsecretario de Gobernación y uno de los perfiles más cercanos al presidente López Obrador— de haber mantenido en puestos de poder a personajes presuntamente ligados al crimen organizado, como el “Comandante H”, exjefe de seguridad pública estatal señalado por nexos con La Barredora, célula del CJNG. La acusación es demoledora: no es sólo una pugna de egos o estilos, sino un señalamiento directo de complicidad institucional con el narco. Mientras tanto, Morena ha cobijado a Adán, alegando que no existe proceso penal en su contra y sugiriendo que las denuncias de May buscan fragmentar al partido en pleno proceso de consolidación de poder. Pero el problema es más profundo: el morenismo tabasqueño, base originaria del obradorismo, muestra señales inequívocas de descomposición interna. Lo que antes se manejaba como diferencias de matiz ahora se convierte en combate abierto. La cita de Porfirio Díaz —“todos los amigos son falsos, todos los enemigos verdaderos”— encuentra eco no solo por su cinismo político, sino porque retrata la falsedad del discurso de unidad que Morena insiste en sostener, incluso mientras sus liderazgos se lanzan acusaciones de colusión criminal. El saludo negado no fue solo un desaire: fue una declaración simbólica de ruptura. Javier May, al denunciar vínculos del Estado con el crimen, no sólo pone en duda a su adversario, sino a toda una estructura de poder que se presume impoluta. Y Adán Augusto, al devolver el desprecio con silencio y frialdad, reafirma su lugar en el círculo de hierro de la 4T, donde la lealtad política pesa más que la claridad moral. Así, el momento incómodo en el estrado se transforma en retrato feroz de la desconfianza endémica que carcome al partido gobernante. Porque si en su propio seno los liderazgos ya no se dan la mano, el resto del país sólo puede esperar que los abrazos y las promesas públicas no sean más que otro espectáculo de fingida concordia que oculta, como siempre en la historia política mexicana, el filo implacable de la traición y la ambición.

El caso de Emilio Cosgaya Rodríguez constituye un ejemplo paradigmático de cómo el aparato judicial y penal mexicano puede oscilar entre la opacidad procesal y la instrumentalización política, en un contexto donde el combate al robo de combustibles (huachicol) se ha convertido en un símbolo de eficacia gubernamental, pero también en un campo minado de simulaciones, impunidad selectiva y vendettas administrativas. Las páginas 92 y 93 de la sentencia de la causa penal 236/2019 desmontan el relato de “absolución total” promovido por Cosgaya en redes sociales: si bien se le exime de responsabilidad en ciertos delitos secundarios —como omitir la denuncia de hechos delictivos, modificar ductos sin autorización o coaccionar a personal técnico—, se le condena con toda contundencia por los delitos núcleo: delincuencia organizada y facilitación de la sustracción ilícita de hidrocarburos. Estas figuras delictivas, previstas en la legislación anterior a la reforma de 2018, acarrean penas severas, agravadas por la condición de servidor público del imputado. La narrativa de Cosgaya, que se presenta como un chivo expiatorio por “combatir el huachicol”, omite el detalle esencial de que su responsabilidad penal no se limitó a un acto administrativo de sellado de tomas clandestinas, sino a la presunta estructuración de un sistema operativo que, lejos de erradicar el saqueo, lo perpetuó mediante sellos ineficaces y procedimientos no certificados. El daño patrimonial documentado supera los 25 mil millones de pesos, cifra que no puede ser reducida a un simple error técnico o exceso burocrático. La sentencia también refleja una paradoja institucional más amplia: mientras mandos medios como Cosgaya son sometidos a largas prisiones preventivas y condenas ejemplares, las estructuras superiores de mando —civiles y militares— responsables de diseñar o avalar la estrategia de Salvaguardia Estratégica en Pemex permanecen intocadas. Esto evidencia un patrón de justicia selectiva que castiga al eslabón más visible pero evita la confrontación con los vértices del poder real. La FGR, en lugar de perseguir la red completa de complicidades, ha preferido reclasificar delitos para sostener condenas funcionales, con el riesgo de que estas prácticas erosionen la legitimidad del sistema de justicia penal. El uso de tipos penales anteriores a la reforma de 2018, además, plantea cuestionamientos constitucionales que seguramente serán invocados en apelaciones y amparos futuros. En suma, el caso Cosgaya no es una historia de redención, sino un espejo roto del sistema: un Estado que, para dar la apariencia de combate al crimen, sacrifica garantías procesales, se ensaña con actores intermedios y reproduce, bajo la retórica del castigo, los vicios de una justicia más escenográfica que estructural.

La miseria del misógino se retrata en la figura altisonante de Gerardo Fernández Noroña, ese senador que, parapetado tras el fuero y la retórica, escupe descalificaciones con la arrogancia de quien cree que el volumen sustituye al argumento. Lo suyo no es la crítica, sino la descalificación brutal: llama “fatua” e “ignorante” a Alessandra Rojo, una mujer electa democráticamente, no porque carezca de ideas, sino porque osa contradecirlo. Se escuda en la oratoria para insultar, se refugia en el pasado para justificar su desprecio al presente. La miseria del misógino está en su incapacidad de ver liderazgo donde hay una mujer firme; para él, toda diferencia es traición, toda autonomía femenina, una amenaza personal. Fernández —abanderado de causas sociales mientras vocifera con el estilo del caudillo resentido— exhibe una masculinidad política envejecida, incapaz de diálogo, adicta al monólogo y devota del insulto como instrumento de poder. Bloquea en redes como quien clausura la razón, incapaz de soportar la interpelación sin recurrir a la humillación. Mientras muchas mujeres construyen espacios públicos desde el trabajo cotidiano, él los ensucia con una virilidad altanera que se disfraza de autenticidad pero se alimenta de autoritarismo disfrazado de izquierda. Porque esa es su miseria: haber confundido el combate ideológico con la violencia verbal, el disenso con la agresión, el liderazgo femenino con la amenaza a su ego. Y en ese espejo roto se revela el verdadero rostro del patriarcado político: no el del conservador explícito, sino el del radical que presume lucha mientras perpetúa opresiones. Alessandra Rojo de la Vega no necesita defensa; su gestión, su activismo y su presencia incomodan a quienes creen que el poder tiene género. Fernández no discute ideas, ataca personas. Y con cada exabrupto, revela no solo el machismo que habita en su voz, sino el miedo que lo esconde detrás: miedo a perder el monopolio de la narrativa, miedo a que la política no se construya más desde el grito, sino desde la escucha. Su miseria no es ideológica: es moral, es humana, es una ruina que habla fuerte porque no tiene nada más que decir.

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