La remoción de estatuas en la Ciudad de México —ya sea la de Cristóbal Colón durante el gobierno de Claudia Sheinbaum o las de Fidel Castro y el Che Guevara por orden de Alessandra Rojo de la Vega— no es una disputa aislada sobre símbolos históricos, sino el reflejo de una profunda decadencia institucional en el tratamiento del espacio público, convertido en campo de batalla ideológica y botín político. El retiro de la estatua de Colón en 2020, bajo el pretexto de realizar una consulta que jamás se llevó a cabo, reveló el modus operandi de un gobierno que privilegió la imposición simbólica por encima de la deliberación ciudadana. La promesa de instalar una figura indígena derivó en un proyecto fallido y profundamente cuestionado como “Tlalli”, al que sucedió una glorieta feminista impuesta por colectivos, sin estructura legal ni consenso vecinal. Años después, Rojo de la Vega repite la fórmula: sin proceso participativo ni transparencia administrativa, arranca las esculturas de dos líderes revolucionarios argumentando irregularidades de origen y presuntos riesgos patrimoniales.
Lo que Sheinbaum hizo en Reforma, Rojo de la Vega lo replica en la Tabacalera, con la misma arbitrariedad. Sin embargo, ahora es la propia Sheinbaum quien denuncia “ilegalidad” e “intolerancia”, exhibiendo una incongruencia política grave: cuando se remueve una estatua afín a su narrativa, se trata de una reivindicación histórica; pero si es un símbolo contrario, entonces es autoritarismo. Esta contradicción revela un patrón preocupante: las estatuas no se evalúan por su valor histórico o cultural, sino por la conveniencia política del momento. En ambos casos se prescindió del Comité de Monumentos y de las consultas ciudadanas que exige la ley. Lo que debería ser un ejercicio técnico, deliberativo y democrático se convierte en espectáculo mediático, donde cada administración usa el espacio público como tribuna para imponer su visión ideológica sin rendición de cuentas.
Peor aún, la amenaza de Rojo de la Vega de subastar las esculturas, disfrazada de legalismo superficial, pone en evidencia una vocación populista y destructiva: ya no se trata sólo de eliminar un símbolo, sino de capitalizarlo políticamente con gestos de confrontación. Este uso faccioso del patrimonio cultural refleja la incapacidad de la clase política para comprender que los monumentos no son adornos del poder, sino representaciones colectivas que exigen pluralismo, consulta y memoria crítica. Si se continúa en esta ruta, la ciudad perderá no solo estatuas, sino la posibilidad de construir un relato urbano común y democrático.
La solución no está en remover figuras al capricho del gobernante, sino en diseñar una política pública de memoria histórica con reglas claras, procesos participativos y criterios patrimoniales que eviten que lo público sea tratado como propiedad privada o tribuna de revancha ideológica. En el México actual, donde la polarización devora toda política de Estado, urge desideologizar el espacio común y devolverle a la ciudadanía el derecho a decidir sobre su paisaje urbano, sin que la historia sea reducida a ceniza por la maquinaria del oportunismo político.
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