La decisión de Alessandra Rojo de la Vega, alcaldesa de Cuauhtémoc, de retirar las estatuas del Che Guevara y Fidel Castro en la colonia Tabacalera y subastarlas para financiar un monumento a las heroínas mexicanas, es una maniobra mediática cargada de simbolismo ideológico que corre el riesgo de desviar la atención hacia una polémica tan estéril como predecible. Su frase —“por primera vez los comunistas van a usar su dinero, no el de los demás”— banaliza una discusión histórica compleja y reduce el debate sobre memoria pública a un intercambio superficial.
El retiro de estas esculturas, instaladas originalmente sin los debidos permisos, exhibe la falta de rigor institucional de gobiernos pasados y del actual. Que ahora se invoque esa ilegalidad para legitimar una acción con tintes de revancha ideológica refleja una doble moral: se exige legalidad según convenga. Desde la presidencia, Claudia Sheinbaum propone su reubicación en un intento de preservar la historia, sin defender abiertamente a los personajes. Esta postura refleja la incomodidad del oficialismo ante una oposición que capitaliza el discurso antiizquierdista.
Lo que está en juego no son solo estatuas de bronce, sino la madurez política para decidir qué memorias se preservan o contextualizan. La subasta, sin sustento jurídico claro, pone en riesgo el patrimonio y sienta un peligroso precedente de utilizar bienes públicos como moneda política. Mientras problemas graves como la crisis de vivienda o la inseguridad siguen sin resolverse en Cuauhtémoc, se impone una cortina de humo que alimenta el protagonismo personal de la alcaldesa. México necesita elevar el nivel del debate público y no permitir que la guerra de estatuas sea una distracción de los problemas reales.
Por otro lado, el caso Hernán Bermúdez Requena evidencia una grieta en la narrativa de pureza institucional de Morena. Acusado de liderar una célula criminal, el exsecretario de Seguridad de Tabasco y hombre cercano a Adán Augusto López, puso al partido en crisis ética. La dirigencia intentó desvincularse alegando desconocimiento, pero ante pruebas de su afiliación formal se vio obligada a expulsarlo. Este doble discurso, negar primero y expulsar después, evidencia una estrategia de supervivencia política.
Más preocupante es que la reacción del partido responde a la presión mediática, no a una convicción moral. Sacrificar a Bermúdez busca deslindar a Adán Augusto y cerrar el escándalo, pero su trayectoria revela una protección institucional a figuras con nexos delictivos. La expulsión es insuficiente si no se investiga la relación entre el poder político y las estructuras criminales locales. Morena debe entender que la responsabilidad política no depende de sentencias, sino de la duda razonable. Callar o minimizar el caso compromete la legitimidad del nuevo gobierno.
Finalmente, el grotesco episodio en Parral, Chihuahua, donde el director de Cultura Carlos Silva ganó una motocicleta en una rifa organizada por su propia dependencia, refleja el clientelismo que corroe a los municipios. Silva, militante del PAN, fue premiado públicamente por el alcalde Salvador Calderón, también panista, en un claro conflicto de interés. La ausencia de consecuencias por parte del PAN y los órganos de control demuestra la normalización de estas prácticas corruptas.
Que esto ocurra en un evento cultural con fuerte simbolismo refuerza el cinismo institucional: la cultura se convierte en un instrumento de reparto de privilegios. El descaro público con que se hizo la rifa muestra el nivel de impunidad. Este episodio va más allá de una motocicleta; es un reflejo del deterioro de la democracia local y de cómo se sigue rifando el poder entre amigos. Si no hay sanciones, la corrupción seguirá siendo parte del paisaje municipal con la ciudadanía como espectadora burlada.