La tensión creciente entre México y Estados Unidos por el narcotráfico, evidenciada en un reportaje del Wall Street Journal, expone una fractura profunda en la relación bilateral y una amenaza directa a la estabilidad política del gobierno de Claudia Sheinbaum. El eje de esta crisis no es otro que la persistente impunidad con la que operan los cárteles de la droga, cuyo poder territorial, económico y político ha superado los límites de lo tolerable. La fuga de Zhi Dong Zhang, un presunto operador financiero chino de los cárteles mexicanos, no sólo demuestra la vulnerabilidad institucional del Estado mexicano, sino que mina la credibilidad internacional de un gobierno que apenas comienza. La advertencia del presidente Donald Trump de imponer aranceles absurdos o incluso emprender acciones militares si México no entrega resultados tangibles, configura un escenario de presión brutal que obliga a Sheinbaum a caminar sobre un alambre diplomático sin margen de error. Aunque su rechazo firme a cualquier intervención extranjera resuena con fuerza en el discurso soberanista, la realidad es que Washington percibe un Estado débil, infiltrado y lento, que no ha sido capaz de contener la expansión del crimen transnacional. La promesa de extradiciones exprés y de destruir laboratorios de fentanilo no basta para calmar a una administración estadounidense cuyo electorado exige respuestas inmediatas a la epidemia de drogas. La cooperación en inteligencia, anunciada como inminente, puede ser un puente, pero no garantiza el éxito mientras los cárteles sigan operando como poderes fácticos paralelos. La paradoja es insostenible: México quiere respeto a su soberanía pero no logra imponer soberanía plena en su propio territorio. Mientras los precursores químicos siguen entrando por Manzanillo y las armas desde Texas, la narrativa de control se convierte en ficción. En este contexto, Sheinbaum no enfrenta solo a Trump, sino a la herencia podrida de décadas de negligencia, complicidad y simulación en la lucha contra el narcotráfico. Si no logra quebrar esa inercia, su gobierno podría ser arrastrado a una nueva etapa de subordinación económica y política ante Estados Unidos. El pacto de seguridad anunciado es una tabla de salvación frágil, que exige resultados inmediatos. La historia ha demostrado que la soberanía sin eficacia es apenas una consigna. Hoy, México se debate entre reafirmar su autonomía o seguir siendo rehén de la violencia que sus instituciones no han sabido, o no han querido, erradicar. La viabilidad del sexenio de Sheinbaum se definirá no por sus intenciones, sino por su capacidad real de vencer a los cárteles, blindar la frontera y restablecer el monopolio legítimo de la fuerza. Cualquier cosa menor será vista por Washington como una capitulación, y por los ciudadanos mexicanos como otra traición.
La fractura entre Luisa María Alcalde y Andrés Manuel López Beltrán dentro de la dirigencia nacional de Morena marca el inicio de una guerra intestina que amenaza con minar la cohesión de un partido que, hasta ahora, había sabido contener sus tensiones bajo la narrativa de unidad obradorista. Hoy esa narrativa se desvanece ante el enfrentamiento abierto entre dos figuras que encarnan proyectos antagónicos: por un lado, Luisa Alcalde representa la institucionalización del movimiento, la modernización del partido y una cercanía orgánica con la presidenta Sheinbaum; del otro, Andy López Beltrán —hijo del expresidente— es la personificación del legado dinástico, el control territorial informal y la resistencia de los viejos operadores que se niegan a soltar las riendas. La ausencia deliberada de Andy en el Consejo Nacional del 20 de julio, en pleno viaje de placer a Japón mientras se discutía la vida interna del partido, fue la chispa que encendió un conflicto soterrado desde las campañas estatales. Que Luisa haya permitido visibilizar la silla vacía, con nombre incluido, no fue un descuido: fue una declaración de poder. Este enfrentamiento, más allá del ego y el simbolismo, refleja la lucha por el control de las candidaturas para 2027, donde Morena se juega 17 gubernaturas y el control legislativo. Mientras Alcalde propone reforzar la ética interna y sancionar el nepotismo, Andy se aferra al modelo patrimonialista del obradorismo, donde el apellido vale más que la trayectoria. La guerra ya no es entre facciones, sino entre el futuro de un partido republicano y la herencia de un caudillismo que se resiste a morir. La intervención de Sheinbaum, con cartas internas y reformas al estatuto, intenta contener la hemorragia, pero su eficacia será limitada si no rompe con la tutela informal de la familia López Obrador. La contradicción es insostenible: ¿cómo sostener un partido bajo la bandera de la austeridad cuando uno de sus dirigentes presume compras en Prada y estancias en hoteles de lujo? ¿Cómo pedir disciplina y lealtad mientras se tolera el caciquismo disfrazado de operación política? El costo político no es menor: si Morena no logra depurar sus estructuras y definir una dirección clara entre ética pública y lealtades privadas, se arriesga a una escisión que bien puede ser aprovechada por la oposición o, peor aún, por el abstencionismo. El caso Alcalde–López Beltrán no es un pleito personal: es el síntoma de una lucha mayor por el alma del movimiento. El desenlace marcará si Morena transita hacia una madurez institucional o se convierte en otro partido atrapado por sus fantasmas fundacionales. En tiempos donde la legitimidad se juega no solo en las urnas sino en la coherencia interna, el partido gobernante no puede darse el lujo de permanecer ambiguo. La disputa está lanzada, y con ella, la posibilidad de que el partido de Estado se fracture por su propio peso.
El caso de Alex Tonatiuh Márquez Hernández, director general de Investigación Aduanera, es un retrato perfecto del cinismo institucional que corroe al Estado mexicano desde sus entrañas. Su nombre ya era sinónimo de escándalo por la ostentación de una colección de relojes de lujo valuada en 7.7 millones de pesos, pero la revelación más reciente supera toda expectativa: en marzo de 2025 adquirió un penthouse de tres pisos y 240 metros cuadrados en Polanco por una cifra ridículamente baja —también 7.7 millones—, apenas una tercera parte de su valor comercial. El inmueble no fue comprado a un particular cualquiera, sino a un coronel del Ejército, Antonio Buchan Martínez, exdirector de crédito de Banjercito y con paso por diversas áreas castrenses estratégicas. Que esta transacción ocurriera en tales condiciones y que se formalizara mediante la esposa del militar es, a todas luces, una operación de simulación. Aquí no hay una compraventa entre particulares: hay una triangulación de favores y encubrimientos, donde el poder civil y el militar se funden en una mecánica corrupta que opera al amparo del fuero institucional. La presencia de camionetas blindadas sin placas, con escoltas armados que intimidan a vecinos en la zona del penthouse, sólo confirma el tipo de poder fáctico que ejerce este funcionario aduanal. Peor aún, los indicios de lavado de dinero son contundentes: depósitos en efectivo no justificados por más de 2.6 millones, vínculos con empresas fantasma, y operaciones comerciales simuladas por 257 millones de pesos. ¿Cómo es posible que alguien encargado de investigar redes de contrabando y evasión fiscal esté metido, con tanta desfachatez, en el mismo tipo de prácticas que debería perseguir? La impunidad estructural de este caso es abrumadora. Hasta el momento, no hay indicios de sanción ni de destitución, sólo «evaluaciones» por parte de autoridades que, en el mejor de los casos, actúan con pasividad cómplice. Esta red de complicidades revela el rostro más perverso del poder: el que se esconde bajo los discursos de austeridad mientras se enriquecen a la sombra de contratos, influencias y blindajes institucionales. Lo más grave no es solo el enriquecimiento ilícito, sino el mensaje devastador que se manda a la sociedad: en México, quien controla las aduanas puede enriquecerse con impunidad, mientras los órganos de fiscalización observan en silencio o se pliegan al poder militar. El caso Márquez Hernández debe marcar un parteaguas, no por su excepcionalidad, sino porque ilustra la normalización del saqueo desde los más altos niveles de gobierno. Si Claudia Sheinbaum quiere romper con la herencia de simulación que marcó al obradorismo en materia de combate a la corrupción, este caso debe ser el primero en costarle el cargo —y enfrentar la justicia— al responsable. No basta con discursos de renovación moral ni con reformas administrativas si no se toca a los intocables. De lo contrario, solo se está administrando la podredumbre con retórica de transformación.