El ambiente está cargado de violencia verbal, misoginia y clasismo político, y representa una de las formas más degradadas del debate público contemporáneo en México. Hay expresiones no solo atacan a dos legisladoras afines a la Cuarta Transformación —Julieta Ramírez y Andrea Chávez— sino que también revelan el nivel de podredumbre al que ha llegado la discusión política en redes sociales, donde el análisis de fondo ha sido desplazado por insultos infames, narrativas sexistas y descalificaciones personales. El uso del término “putas del poder”, tanto en sentido literal como figurado, no es una crítica legítima a la función pública: es un mecanismo violento para deslegitimar la participación política de mujeres, particularmente aquellas que se han alineado con el oficialismo, reduciendo su trayectoria a supuestos favores sexuales con figuras mayores del poder, sin ofrecer prueba alguna ni entrar al fondo de su actuación política. Lo que resulta verdaderamente alarmante es que este tipo de discurso no surge solo desde cuentas anónimas o trolls digitales, sino que en ocasiones es replicado por actores políticos o intelectuales opositores que, ante la falta de argumentos sólidos, recurren a la deshumanización y al lenguaje de odio. Estas estrategias no buscan fiscalizar con seriedad las acciones de funcionarias públicas, sino minarlas desde el machismo más visceral, perpetuando una cultura política que castiga a las mujeres por atreverse a ocupar espacios históricamente reservados a los hombres. En el caso de Ramírez y Chávez, es perfectamente legítimo y necesario debatir su papel en la defensa a ultranza del obradorismo, su respaldo acrítico a las Fuerzas Armadas, o su silencio frente a temas como la militarización del país o la devastación ambiental del Tren Maya. Pero convertir ese análisis en un ataque personal, sexualizado y profundamente misógino, destruye cualquier posibilidad de construir una oposición seria, ética y con visión de país. Este fenómeno no puede entenderse sin señalar el fracaso de la clase política en general —oficialismo y oposición por igual— para mantener el debate público en el terreno de las ideas y las políticas. La polarización tóxica, amplificada por redes sociales sin regulación efectiva, ha convertido el disenso en linchamiento, y la crítica legítima en insulto. Y lo más grave: la sociedad se ha acostumbrado. En lugar de exigir cuentas con argumentos, se aplauden los golpes bajos, se viralizan las calumnias y se valida el odio como forma de expresión política. Si México quiere aspirar a una democracia madura, este tipo de lenguaje debe ser identificado y combatido con firmeza. No por proteger a una u otra corriente ideológica, sino por defender la dignidad del debate y la posibilidad de un país donde la crítica sea feroz, sí, pero también ética y profundamente humana.








