El poder sin contrapesos: privilegios familiares, propaganda y crisis judicial

El poder sin contrapesos: privilegios familiares, propaganda y crisis judicial

El episodio protagonizado por Claudia Sheinbaum, al justificar la presencia de los Chocolates del Bienestar —producto vinculado con los hijos del expresidente Andrés Manuel López Obrador— en el programa de alimentación escolar a pesar de contar con los tres sellos de advertencia nutricional, constituye un atentado directo contra la coherencia normativa del Estado y una burla a la inteligencia ciudadana. Resulta no sólo escandaloso, sino profundamente corrosivo para la legitimidad de las políticas públicas de salud, que la administración morenista haya erigido un sistema de etiquetado frontal para combatir la obesidad infantil —uno de los problemas más graves de salud pública en México— y, al mismo tiempo, impulse con descaro la distribución de productos que infringen los propios lineamientos, bajo el argumento pueril de que tienen “poquita azúcar”. Esta maroma discursiva degrada la figura presidencial y transgrede el principio fundamental de imparcialidad del Estado, pues en lugar de diseñar políticas universales, se privilegian intereses particulares disfrazados de proyectos sociales. Es cierto: hay chocolates artesanales con más del 85% de cacao, ricos en antioxidantes, que por razones técnicas también reciben sellos, y aun así se les prohíbe su venta en escuelas. Pero en este caso, se trata de un producto con apenas 50% de cacao, con azúcares añadidos, y sin ningún aval nutricional serio, cuyo único mérito aparente es su conexión familiar con el poder. La contradicción es flagrante: el gobierno que prohíbe que marcas nacionales e internacionales con décadas en el mercado participen en el entorno escolar por considerarlas dañinas, ahora se convierte en vendedor directo de dulces, pero solo si provienen de la familia presidencial. El mensaje es demoledor: el gobierno no es garante de la ley, sino beneficiario directo de su incumplimiento. La pregunta sobre quién produce chocolate en la esfera del poder tiene una sola respuesta contundente: José Ramón López Beltrán y Gonzalo Alfonso López Beltrán, hijos del presidente, quienes desde hace años están vinculados a la marca Chocolates Rocío, con plantaciones en Tabasco y un discurso pseudoecológico que sirve de fachada para una empresa familiar con acceso privilegiado a contratos, escaparates oficiales y ahora, al mercado escolar. La presidencia de Sheinbaum muestra un sometimiento vergonzoso al legado del expresidente, que en lugar de erradicar el nepotismo lo institucionaliza. El conflicto de interés no es sutil: es estructural, descarado y marca el regreso del viejo PRI bajo una nueva máscara. Mientras se persigue a las empresas que no se alinean al relato de la Cuarta Transformación, se construye una oligarquía de facto desde Palacio Nacional, con chocolate incluido.

El poder político en México continúa instrumentalizando figuras públicas para construir espectáculos populistas que, en vez de atender los problemas estructurales del país, los maquillan con coreografías vacías. La supuesta «clase masiva de boxeo por la paz», encabezada por Julio César Chávez —gloria del deporte nacional pero también un personaje con una historia marcada por adicciones—, parece más una puesta en escena financiada con recursos públicos que una verdadera iniciativa de impacto social. Si bien la superación personal de Chávez es digna de reconocimiento en términos individuales, el uso de su figura en actos proselitistas disimulados bajo causas nobles como «la paz» es un insulto a la inteligencia colectiva, sobre todo si, como se menciona en los rumores, el evento implicó un desembolso millonario que bordea los tres millones de pesos por una intervención de apenas 20 minutos. Esta clase de eventos no solo son insustanciales, sino ofensivos en un país donde los índices de violencia siguen siendo alarmantes, donde los programas de prevención del delito están subfinanciados, y donde miles de jóvenes carecen de acceso real a oportunidades deportivas o educativas. Además, lució como un acto de acarreo masivo —una práctica arcaica pero vigente en la política mexicana—, en el que personas, muchas veces obligadas bajo amenazas veladas de perder programas sociales o empleos públicos, son llevadas a llenar plazas para simular apoyo popular. Este modelo clientelar no solo perpetúa la dependencia política, sino que también desactiva el potencial ciudadano de organización y exigencia. Que este tipo de actos ocurran en el Zócalo capitalino, corazón simbólico de la república, evidencia cómo los gobiernos usan la liturgia del espectáculo para distraer de sus verdaderas obligaciones: gobernar con eficacia, rendir cuentas y combatir la corrupción. La insistencia en eventos de alto costo y bajo impacto refleja una visión política que prioriza el «show» sobre el fondo. La «paz» no se construye a golpes de guante frente a las cámaras, sino con inversión sostenida en justicia, educación, salud mental, y reconstrucción del tejido social. Utilizar una figura polémica como Chávez para abanderar esta causa revela también la falta de imaginación y de compromiso real con las víctimas de la violencia. Se trata de una política de relaciones públicas disfrazada de política social, donde la foto pesa más que la transformación, y donde las cifras millonarias invertidas contrastan brutalmente con la precariedad que viven millones de mexicanos. Una coreografía gubernamental más que no golpea al crimen ni al abandono institucional, pero sí al ya debilitado sentido común.

La denuncia ante la Securities and Exchange Commission (SEC) contra la ministra Loretta Ortiz Ahlf, acusada de presunto tráfico de influencias, representa una señal de alerta mayor que trasciende las fronteras mexicanas y expone, en una vitrina internacional, la profunda crisis de legitimidad que enfrenta actualmente la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN). Que uno de los despachos de abogados más influyentes de Estados Unidos haya considerado necesario elevar una queja formal ante el órgano regulador de los mercados financieros no es un hecho menor: implica que la conducta de una integrante del máximo tribunal mexicano podría estar afectando no sólo el orden constitucional interno, sino también intereses financieros, reputacionales o jurídicos en el ámbito internacional. Esta situación sugiere que Loretta Ortiz, una ministra cercana al oficialismo y cuya llegada a la Corte fue desde el inicio cuestionada por su falta de independencia, habría utilizado su cargo para favorecer decisiones judiciales que terminaron beneficiando directa o indirectamente a terceros, posiblemente vinculados con intereses económicos relevantes en Estados Unidos o con empresas que cotizan en bolsa, lo cual justificaría la intervención de la SEC. Este episodio es un síntoma de la politización deliberada del Poder Judicial que ha ocurrido bajo el actual régimen, el cual ha impulsado nombramientos por lealtad ideológica antes que por mérito jurídico. La ministra Ortiz, identificada por su cercanía con el expresidente López Obrador y por su alineamiento constante con las posiciones del Ejecutivo, encarna precisamente esa estrategia de colonización institucional que busca reducir los contrapesos en nombre de una supuesta regeneración moral. De confirmarse las acusaciones, estaríamos ante uno de los escándalos judiciales más graves en la historia reciente de México, pues no sólo se minaría la confianza en la imparcialidad de la Corte, sino que se probaría que la justicia ha sido contaminada por redes de poder que actúan al margen del Estado de Derecho. La intervención de una autoridad como la SEC subraya además que el daño reputacional se extiende más allá del ámbito interno y compromete la capacidad del país para atraer inversiones, generar certeza jurídica o sostener acuerdos internacionales donde la autonomía judicial es un pilar básico. Resulta inadmisible que el gobierno mexicano no haya emitido, hasta el momento, una postura clara al respecto, como también lo es la ausencia de investigaciones internas inmediatas desde el propio Poder Judicial. Este silencio es cómplice. La SCJN no puede permitirse mantener a una ministra bajo la sombra de una denuncia de esta magnitud sin esclarecer públicamente su situación. La transparencia y la rendición de cuentas no deben ser selectivas ni aplicarse sólo a los adversarios políticos. Si Loretta Ortiz ha incurrido en prácticas indebidas, debe ser juzgada con el mismo rigor que se exige a cualquier ciudadano. Y si se trata de una acusación infundada, la ministra debe someterse voluntariamente a una investigación independiente para limpiar su nombre y, sobre todo, proteger la institucionalidad de la Corte. Lo que está en juego no es el prestigio de una persona, sino la credibilidad de todo un sistema judicial que hoy, más que nunca, necesita demostrar que aún puede actuar con autonomía, integridad y valor frente al poder.

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