La afirmación de Claudia Sheinbaum de que “las 8 refinerías de PEMEX están funcionando” y que eso permitiría a México producir toda la gasolina y diésel que necesita para alcanzar la soberanía energética, es tan políticamente conveniente como técnicamente cuestionable. Primero, si bien es cierto que las seis refinerías del Sistema Nacional de Refinación (SNR) y las dos adicionales (Deer Park en Texas y Dos Bocas en Paraíso, Tabasco) están, en términos generales, «operativas», esto no significa que estén produciendo a plena capacidad ni mucho menos que alcancen el volumen necesario para satisfacer la demanda interna, que ronda los 800 mil a 900 mil barriles diarios de gasolinas. La realidad es que las refinerías del SNR, pese a los anuncios oficiales de rehabilitación, han operado por años muy por debajo de su capacidad instalada (alrededor del 40%-50%), debido al deterioro estructural, la falta de inversión eficiente y los cuellos de botella técnicos. La refinería de Dos Bocas, en particular, es el gran elefante blanco del sexenio anterior: inaugurada simbólicamente en 2022, ha costado más de 18 mil millones de dólares—el doble de lo presupuestado—y hasta hoy, en junio de 2025, sigue sin producir un solo barril de gasolina comercial. Su operación ha sido pospuesta repetidamente, bajo excusas técnicas y administrativas, lo cual desmiente cualquier narrativa de autosuficiencia energética. Por otra parte, la refinería de Deer Park, aunque comprada por PEMEX, sigue ubicada en Estados Unidos, lo que contradice la noción de “soberanía” energética: depender de una planta en territorio extranjero para procesar crudo nacional no es independencia, sino una forma sofisticada de externalización bajo disfraz nacionalista. El discurso de Sheinbaum omite además que México continúa importando cerca del 50% de las gasolinas que consume, principalmente desde Estados Unidos, lo que desnuda la distancia entre la retórica oficial y la realidad energética. Afirmar que somos ya soberanos porque las refinerías «funcionan» es como celebrar que un hospital está abierto aunque no tenga médicos ni medicamentos. Este tipo de declaraciones buscan construir una narrativa triunfalista para mantener la continuidad del proyecto energético de la 4T, pero evaden la fiscalización rigurosa de los resultados, particularmente en lo concerniente al despilfarro en Dos Bocas, cuya rentabilidad futura es dudosa y su presente es un monumento a la improvisación. La soberanía no se decreta en conferencias ni se alcanza con obras inconclusas; se construye con infraestructura eficiente, datos verificables y transparencia presupuestaria, tres cosas que brillan por su ausencia en este sector.
El caso que involucra a Carlos Prats García —compadre del exsecretario de Gobernación Adán Augusto López Hernández— y su presunta red de empresas fantasma representa uno de los escándalos más elocuentes de la simbiosis entre negocios turbios, poder político y simulación institucional que define a buena parte de la administración pública mexicana. Las auditorías del SAT y la ASF no dejan lugar a dudas: se trata de un esquema sistemático de corrupción disfrazada de legalidad. Empresas como Avacor, Bercale Services, Grupo Servicorvel y Alimentos Frutiva acumularon contratos millonarios con la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) y la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana (SSPC), beneficiándose de procesos simulados, sobreprecios de hasta el triple del valor real y una clara violación a las leyes de adquisiciones. Lo más escandaloso no es solo la ingeniería fiscal de Prats —quien falsificó domicilios fiscales, trianguló dinero y maquilló importaciones chinas como producto nacional—, sino el blindaje político y administrativo que hasta ahora lo ha mantenido impune. La ASF detecta anomalías evidentes en seis contratos por más de 920 millones de pesos, incluidos retrasos de hasta 99 días en insumos críticos como chalecos antibalas, pero concluye que los procesos “cumplieron con la normatividad”, una frase que, en este contexto, suena más a coartada que a evaluación técnica. El SAT impone créditos fiscales por 27 millones de pesos a una empresa y congela cuentas, pero ni Prats ni sus vínculos con Adán Augusto han sido objeto de sanción penal o inhabilitación alguna. Que se sigan adjudicando contratos a estas compañías, que simulan competencia con empresas satélite, es una bofetada a cualquier intento serio de combate a la corrupción. La utilización de empresas fachada para desviar recursos públicos a través de las fuerzas armadas no solo vulnera el marco jurídico mexicano —al ignorar la Ley de Adquisiciones y los compromisos internacionales en materia de transparencia—, sino que convierte al ejército en una plataforma opaca al servicio de intereses privados conectados con el poder político. Este caso revela también la complicidad institucional, donde órganos fiscalizadores como la ASF parecen más interesados en maquillar que en denunciar. La figura de Adán Augusto, que busca seguir influyendo políticamente desde las sombras del oficialismo, queda profundamente dañada. Su cercanía con Prats no es anecdótica: es estructural. El silencio del propio Adán Augusto frente a estas acusaciones constituye un acto de cinismo político inaceptable. Si la 4T se proclama como una cruzada contra la corrupción, casos como este demuestran que se ha convertido en su espejo: perpetúa las viejas prácticas con una retórica renovada. La falta de consecuencias penales, la tibieza institucional y la opacidad en torno a estos contratos alimentan la desconfianza ciudadana y exhiben el verdadero rostro de una élite que ha encontrado en la administración pública no una vocación de servicio, sino una oportunidad de enriquecimiento impune. Si no se inicia un proceso judicial firme, si no se desmantela esta red de corrupción, el caso Prats–Adán Augusto será recordado como otra página vergonzosa de complicidad entre el poder y el crimen de cuello blanco.
Una red familiar de al menos diez parientes de Guadalupe Taddei Zavala ocupando cargos estratégicos en distintas instituciones estatales y federales, constituye un ejemplo claro y profundamente preocupante de nepotismo estructural, aunque formalmente se mantenga dentro de los márgenes legales por el simple hecho de que no todos los nombramientos provienen directamente de ella. El nepotismo no solo debe entenderse como el acto de nombrar a un familiar de forma directa y sin concurso; también es un fenómeno político más amplio en el que una red de influencias, apellidos y favores crea una casta burocrática cerrada, en la que los lazos sanguíneos importan más que los méritos profesionales. Guadalupe Taddei, actual presidenta del Instituto Nacional Electoral (INE), debería ser ejemplo de imparcialidad, independencia y probidad institucional, pero esta constelación de parientes —hijos, sobrinos, primos y cuñados— colocados en cargos de dirección en entidades estratégicas como LitioMx, Conanp, el Congreso local de Sonora, el Instituto Sonorense de Transparencia y la Secretaría de Gobierno estatal, levanta serios cuestionamientos éticos y políticos. La concentración de poder administrativo en un solo linaje no solo debilita la percepción pública de imparcialidad, sino que anula la competencia justa por cargos públicos y favorece el clientelismo. Aunque cada caso podría tener su propia justificación individual (que aprobaron exámenes, que cumplieron requisitos, etc.), la acumulación de parentescos en posiciones de influencia constituye en sí misma una red de control político inaceptable en un régimen que se proclama democrático. Este fenómeno replica el patrón de la «nobleza burocrática» de los viejos regímenes autoritarios latinoamericanos, donde el acceso al poder pasaba por la sangre y la lealtad familiar, no por la capacidad técnica. Que esto ocurra bajo una administración que se autodefine como “transformadora” es un acto de profundo cinismo. Morena ha criticado por años las prácticas del PRI y del PAN en materia de nepotismo, pero esta imagen demuestra que ha replicado —y en algunos casos perfeccionado— esas mismas prácticas, solo que ahora bajo un nuevo relato de justicia social. El hecho de que los nombramientos estén dispersos entre instituciones federales, estatales y legislativas no es casualidad, sino una estrategia para camuflar una red de poder familiar extendida. En suma: sí, esto es nepotismo, incluso si no viola abiertamente la ley, porque rompe con el principio de igualdad de acceso al servicio público, erosiona la confianza en las instituciones y favorece un modelo patrimonialista del poder. El país no puede avanzar mientras el mérito quede subordinado al apellido, y mientras los órganos supuestamente autónomos sigan siendo trampolines para intereses familiares disfrazados de vocación de servicio.