Democracia vaciada: el simulacro judicial del nuevo régimen

Democracia vaciada: el simulacro judicial del nuevo régimen

La elección judicial celebrada se ha convertido en un parteaguas ominoso para la democracia mexicana, evidenciando la vulnerabilidad de las instituciones ante el embate de un proyecto político que ha hecho del poder su único norte. Con una participación que apenas rebasó el 13% del padrón electoral y más de 10 millones de votos nulos —una cifra que supera incluso los votos válidos obtenidos por los candidatos más votados—, el proceso electoral exhibe una legitimidad lacerada desde su origen. La cifra no solo es un síntoma de apatía, sino un grito silencioso de desconfianza masiva hacia un mecanismo que fue desde el inicio mal concebido, pésimamente ejecutado y deliberadamente manipulado. Lo que se presentó como una innovación democrática terminó siendo un simulacro opaco, desprovisto de garantías mínimas de equidad, transparencia y deliberación pública. El diseño técnico de las boletas fue ininteligible para la mayoría de los ciudadanos, los perfiles de los candidatos no fueron debidamente divulgados y la proliferación de “acordeones” distribuidos por operadores políticos oficiales para inducir el voto revela un mecanismo de control propio de regímenes clientelares, no de democracias liberales. Pero más alarmante aún es el resultado: una Suprema Corte completamente dominada por perfiles afines al partido en el poder, con figuras polémicas como Lenia Batres y Yasmín Esquivel que, lejos de representar independencia judicial, simbolizan la sumisión a un Ejecutivo cada vez más hegemónico. Incluso el supuesto liderazgo del abogado mixteco Hugo Aguilar Ortiz, a pesar de no tener afiliación formal, no logra ocultar el tufo de verticalismo ideológico que permeó todo el proceso. Lo que está en juego aquí no es solo el control de una institución jurídica, sino la aniquilación del contrapeso más importante del Estado mexicano. Con el Poder Ejecutivo en manos de Claudia Sheinbaum, una mayoría legislativa alineada y ahora una Corte arrodillada, el régimen político mexicano se encamina peligrosamente hacia una concentración de poder sin precedentes desde la época del priismo autoritario. Las advertencias de la oposición y de la sociedad civil sobre una “farsa electoral” no son meros alardes partidistas: son diagnósticos de una enfermedad institucional que amenaza con consolidarse en un régimen autoritario de nuevo cuño, envuelto en los ropajes de una legitimidad electoral pero vaciado de su contenido republicano. Este proceso judicial no fortalece la democracia: la asfixia. Lo que debió ser un ejercicio de participación cívica para asegurar jueces independientes ha resultado en una cooptación estructural del Poder Judicial que pone en entredicho la separación de poderes, socava el Estado de derecho y nos deja ante un horizonte político donde la disidencia institucional, piedra angular de cualquier democracia, se vuelve prácticamente imposible. La pregunta que hoy nos interpela no es si esta elección fue un error, sino cuánto tiempo resistirá la democracia mexicana sin un Poder Judicial verdaderamente autónomo.

La imposición del arancel del 50% al acero y al aluminio mexicano por parte del gobierno de Donald Trump no solo evidencia la hostilidad comercial del nuevo ciclo republicano en Estados Unidos, sino que desnuda, con brutal claridad, la ineptitud de los encargados de la política económica y exterior de México para anticipar, contener y negociar con firmeza una amenaza previsible. Este no es un golpe inesperado ni una movida sorpresiva: es la reedición del guion proteccionista que Trump ya desplegó entre 2017 y 2021, y que fue ampliamente documentado por organismos multilaterales, medios económicos y analistas estratégicos. La reincorporación de Trump a la presidencia de Estados Unidos debió encender todas las alertas en Palacio Nacional, en la Secretaría de Economía y en la Cancillería. Los responsables directos de evitar esta embestida comercial son, en primer lugar, el secretario de Economía, Marcelo Ebrard, quien, pese a su experiencia diplomática, ha demostrado una desconexión alarmante con la lógica de defensa sectorial; y en segundo lugar, el canciller Juan Ramón de la Fuente, cuya función debió ser articular una ofensiva diplomática desde que se perfiló el regreso de Trump a la Casa Blanca. Ambos han fallado en construir un blindaje efectivo del T-MEC, permitiendo que Estados Unidos manipule, una vez más, la cláusula de “seguridad nacional” como excusa para el proteccionismo comercial, sin reacción jurídica contundente por parte del Estado mexicano. También recae responsabilidad en la Subsecretaría de Comercio Exterior, encabezada por Luis Rosendo Gutiérrez Romano, quien debió activar los mecanismos de controversia del tratado comercial antes de que se formalizara la imposición arancelaria. La inacción de las comisiones senatoriales de Economía y de Relaciones Exteriores —encabezadas por legisladores más ocupados en sus agendas internas que en construir puentes técnicos con el Congreso estadounidense— ha sido igualmente desastrosa. Los viajes de “comitivas de diálogo” a Washington, realizados en meses recientes, se han convertido en ejercicios de relaciones públicas carentes de impacto real, más preocupadas por mostrar “buena voluntad” que por defender con contundencia los intereses nacionales. Las cámaras industriales, aunque han sonado la alarma, no han sido acompañadas ni por incentivos fiscales ni por propuestas de reconversión tecnológica, lo cual deja al sector a merced del mercado internacional y sin herramientas de respuesta inmediata. A todo esto se suma la actitud ambigua de la presidenta Claudia Sheinbaum, quien ha optado por un discurso de moderación excesiva, reacio al conflicto y al litigio internacional, cuando lo que se necesita es claridad estratégica y firmeza jurídica. México debió prever este escenario y articular desde el primer día una coalición regional —junto con Canadá y otros afectados— para contener legalmente el previsible retorno del trumpismo económico. No lo hizo. Hoy, el golpe no es solo un castigo comercial, es un síntoma de desprotección institucional. La lección es amarga: cuando la diplomacia es débil, el acero nacional se quiebra.

 

La respuesta de Claudia Sheinbaum ante las críticas al proceso de la Elección Judicial y, en particular, a la figura de Hugo Aguilar como virtual presidente de la Corte Suprema, revela una estrategia discursiva que desvía la atención del fondo del problema: la falta de legitimidad y transparencia del proceso electoral judicial, mediante la instrumentalización del discurso antidiscriminación. Señalar el clasismo como causa principal de la crítica a Aguilar —quien ha declarado públicamente que no usará toga, gesto simbólicamente fuerte que desdibuja la solemnidad institucional del Poder Judicial— resulta una falacia que busca desactivar cualquier cuestionamiento legítimo al perfil, formación o idoneidad de los candidatos, escudándose en su origen étnico o condición social. El problema no es el origen mixteco de Aguilar, sino la forma en que se ha desarrollado una elección judicial carente de garantías democráticas, con listas únicas, sin opciones reales ni libertad efectiva del voto, lo que ha llevado a una oleada de votos nulos como manifestación de protesta. La elección fue organizada bajo un clima de presión política, opacidad institucional y ausencia de deliberación pública sustantiva. Es profundamente preocupante que desde la figura de la presidenta se pretenda minimizar esta protesta ciudadana reduciéndola a un supuesto clasismo, deslegitimando el voto nulo como expresión válida y constitucional de inconformidad. Esta narrativa no solo distorsiona el sentido del debate, sino que erosiona aún más la confianza en el Estado de derecho, al negar que las críticas pueden y deben dirigirse a la calidad institucional, no al origen social de los funcionarios. El hecho de que Hugo Aguilar rechace portar la toga representa simbólicamente una ruptura con la tradición jurídica que subraya la independencia y la sobriedad del juez. Si bien se puede argumentar que busca un nuevo estilo, la pregunta fundamental es si esa ruptura implica también una sumisión ideológica al Ejecutivo, lo cual sería gravísimo. La judicatura no puede estar compuesta por leales políticos sin formación sólida ni compromiso con la legalidad, por más que se les pretenda blindar con argumentos identitarios. Usar la lucha contra el clasismo como cortina de humo para justificar el copamiento político del Poder Judicial es una maniobra peligrosa que normaliza la subordinación institucional y debilita el equilibrio republicano. No se puede tolerar que la denuncia del autoritarismo se silencie apelando a causas justas pero fuera de contexto. La inclusión social no debe ser la coartada para el debilitamiento de la justicia.

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