Crisis de legitimidad judicial, manipulación política y violencia en Puebla: el retrato del poder en declive

Crisis de legitimidad judicial, manipulación política y violencia en Puebla: el retrato del poder en declive

La interpelación al Ministro Presidente de la Suprema Corte, Hugo Aguilar, por parte de un estudiante de la UNAM durante su discurso en la Facultad de Derecho, marca un momento clave en la discusión sobre la legitimidad del nuevo modelo de justicia en México. Aguilar, electo bajo el marco de la reciente reforma judicial que introdujo la elección popular de jueces, defendió una justicia “más cercana al pueblo”; sin embargo, fue cuestionado por un estudiante que denunció la existencia de nombramientos derivados de los llamados “acordeones”. Este término, usado para describir listas o guías de voto distribuidas para manipular resultados, ha sido documentado en múltiples reportes como una práctica que atenta contra la transparencia, generando más de 180 impugnaciones ante el Tribunal Electoral. La crítica del alumno, respaldada por parte del auditorio, apuntó a que tales mecanismos no solo socavan la meritocracia, sino que han desembocado en la colocación de jueces sin la competencia técnica necesaria, debilitando aún más la confianza pública en el sistema judicial. Además, señaló que la independencia del Poder Judicial ha sido gravemente trastocada por la imposición de una “súper mayoría” afín al partido en el poder, lo que refuerza los temores sobre una captura institucional. Este episodio no puede leerse como un incidente aislado, sino como el síntoma de una tensión creciente entre el discurso reformista y la realidad de su implementación. Cuando los mecanismos de elección son manipulables y los resultados reproducen viejas prácticas de control político, lo que se presenta como una democratización del poder judicial corre el riesgo de convertirse en una simulación. La voz crítica surgida desde la academia —espacio históricamente comprometido con la vigilancia institucional— nos recuerda que sin independencia real, sin filtros meritocráticos y sin transparencia efectiva, no hay justicia cercana al pueblo, sino apenas justicia al servicio del poder.

La imagen propagandística disfrazada de encuesta en redes sociales —“¿Tú sigues apoyando a la presidenta Sheinbaum?”— es una maniobra comunicacional burda que intenta contener, a golpe de sentimentalismo y lealtad ciega, el desprestigio que deja la tragedia en Michoacán. Resulta inaceptable que, ante un evento de violencia desbordada, en lugar de enfrentar la realidad con acciones firmes y autocrítica institucional, el gobierno federal opte por montar una campaña emocional para sostener artificialmente la popularidad presidencial. La narrativa que abunda en los comentarios —“no es culpa de ella”, “es un problema heredado”, “hay que darle tiempo”— refleja la colonización ideológica de sectores que, por fidelidad partidista o resignación histórica, han dejado de exigir responsabilidad y se conforman con explicaciones paternalistas. Este tipo de ejercicios, que buscan recabar “apoyo” bajo presión simbólica, revelan el vaciamiento del discurso oficial: no se pregunta para escuchar, se pregunta para reafirmar. La estrategia comunicativa del régimen consiste en victimizar al poder ante cualquier crítica, desacreditar el cuestionamiento con lugares comunes y, sobre todo, desplazar el foco del problema hacia enemigos difusos o al “pasado neoliberal”. Pero los muertos son de hoy, el control territorial del crimen es de ahora, y la ausencia del Estado en regiones completas del país no puede seguir adjudicándose a lo que ocurrió hace décadas. Pretender que el liderazgo se prueba solo con presencia o con palabras es una falacia peligrosa: se prueba con decisiones que detienen masacres, que castigan a responsables, que impiden el colapso de la ley. Y en Michoacán, como en otros puntos del país, lo que se ha probado es la inoperancia de un gobierno que administra el horror, pero no lo combate. La presidenta no puede seguir escondiéndose detrás del argumento de que “no puede con todo”, ni su partido seguir usando a la ciudadanía como coro de aprobación automática. La lealtad no reemplaza la eficacia, ni el respaldo emotivo sustituye la justicia. Lo que exige México no es una presidenta que “enfrente con rostro firme”, sino una mandataria que enfrente con resultados, con inteligencia y con la fuerza legal suficiente para romper con la continuidad de la violencia. Todo lo demás —incluidas estas encuestas engañosas— es simulación institucional.

El ataque armado en San Salvador Huixcolotla, Puebla, que culminó con la ejecución de tres policías —incluida la comandante Yusami Monterrosas— y la posterior renuncia masiva de toda la corporación municipal, representa una evidencia brutal de que el Estado mexicano ha perdido soberanía real en territorios clave. En este escenario, el presidente municipal Manuel Alejandro Porras Florentino y el gobernador Alejandro Armenta Mier han quedado retratados como figuras políticas superadas por una violencia estructural que ya no se limita a los márgenes, sino que domina el centro de la operación pública. Que un comando de ocho hombres armados pueda cerrar el paso a una patrulla, disparar más de 150 balas y dejar impunemente una narcomanta sin ser detenido, refleja un nivel de poder criminal que no teme a las autoridades: las sustituye. La Central de Abasto del municipio —la más grande del sur de Puebla— es un enclave estratégico en disputa, y sin embargo ni el alcalde ni el gobernador actuaron preventivamente, pese a que las amenazas y la presencia criminal eran de conocimiento público. La renuncia colectiva de los policías municipales no es cobardía, sino el grito desesperado de una institución que ha sido abandonada. Que el edil tenga que solicitar protección personal y que Armenta Mier reaccione con el envío tardío de Policía Estatal y Ejército solo confirma que, en Huixcolotla, la Constitución ha sido sustituida por el terror. El gobierno estatal no puede continuar reaccionando como si administrara catástrofes naturales: la violencia no es imprevisible, es estructural. La omisión, la tolerancia y la incapacidad han sido las constantes de una política de seguridad que solo aparece para recoger cadáveres. Gobernar no es improvisar después del crimen, sino anticiparse con inteligencia, depuración institucional y ruptura con las redes de complicidad política que sostienen al crimen organizado. La tardía reacción del gobernador y la vulnerabilidad del edil confirman que Puebla no está en paz: está intervenida por los fusiles. Y el Estado, hasta ahora, está ausente.

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