El viaje de Claudia Sheinbaum al G7 en Canadá, realizado en un vuelo comercial de Air Canada y acompañado de una narrativa de austeridad republicana, representa un caso paradigmático de cómo una decisión simbólica puede erosionar capital político y diplomático cuando no va acompañada de una estrategia estatal sólida. En un contexto internacional marcado por la volatilidad geopolítica —acelerada por la escalada bélica en Medio Oriente y el consecuente retiro de Donald Trump del foro—, la inasistencia puntual de la presidenta electa a la reunión bilateral con el mandatario estadounidense evidencia una grave falta de previsión logística y subraya el costo de anteponer la imagen a la eficacia. Aunque Sheinbaum logró proyectar cercanía ciudadana y coherencia con la retórica de “fin de los privilegios”, el hecho de que su equipo haya viajado por medios oficiales socava esa narrativa, evidenciando una dicotomía entre el discurso y la realidad operativa. La cancelación del encuentro con Trump, en medio de una coyuntura clave para renegociaciones sobre migración, seguridad y comercio, supuso la pérdida de una plataforma invaluable para posicionar a México como interlocutor estratégico. El simbolismo del vuelo comercial —reducido en la práctica a una escenificación de austeridad de escaparate— no puede ocultar que la diplomacia contemporánea exige precisión quirúrgica, coordinación avanzada y capacidad de adaptación en tiempo real. La incapacidad de su equipo para asegurar al menos un gesto diplomático o una fotografía con otros líderes en sustitución de la fallida reunión refuerza la percepción de improvisación. A ello se suma una crítica legítima de observadores, quienes denuncian una política de simulación: el ahorro fiscal de unos miles de dólares se pagó con una merma en el posicionamiento internacional de México. Aún más preocupante, este episodio plantea dudas sobre la capacidad de Sheinbaum para enfrentar los desafíos que implicará ser jefa de Estado en un sistema global donde la forma también debe estar al servicio del fondo. El pragmatismo no es un lujo en la política exterior: es una obligación. La falta de una visión integral entre la comunicación simbólica y los objetivos estratégicos de Estado revela que el nuevo gobierno aún opera bajo los impulsos de una lógica electoral, no bajo la racionalidad de gobierno. Si bien el gesto de austeridad puede cosechar simpatías internas, en la arena internacional la eficiencia, la puntualidad y la previsión no son negociables. Y ese margen de error, en diplomacia, se paga caro.
La propuesta del ministro electo Hugo Aguilar Ortiz de crear una “Corte itinerante” es, en su forma actual, una iniciativa jurídicamente inviable y administrativamente desanclada, que evidencia una preocupante confusión entre el simbolismo político y la función constitucional del presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Según la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación, específicamente su artículo 20, el presidente de la Corte no tiene atribuciones para alterar la sede ni la territorialidad jurisdiccional del máximo tribunal del país: su función es administrativa y deliberativa, no legislativa ni expansiva. Cualquier intento de trasladar sesiones oficiales de la Corte a otras regiones implicaría una modificación profunda no solo de la Ley Orgánica, sino potencialmente de la propia Constitución —un proceso legislativo largo, complejo y sujeto al juego de fuerzas políticas en el Congreso. La idea de acercar la justicia al pueblo es loable en discurso, pero ineficaz en la forma planteada; ni hay marco jurídico que lo sustente ni recursos asignados que lo respalden. La itinerancia de la Corte —más propia de un tribunal político o una comisión de campaña— es ajena a la lógica de un órgano constitucional que debe garantizar la unidad doctrinal, la seguridad jurídica y la independencia territorial de sus resoluciones. En este sentido, la propuesta más bien parece una maniobra populista de alto perfil, lanzada para capitalizar el imaginario de cercanía y ruptura con la élite jurídica, pero sin un sustento técnico ni viabilidad real. No se ha explicado cómo se resolverían asuntos clave como la preservación del debido proceso, la integración del pleno fuera de la sede oficial, la coordinación logística con otros poderes, el acceso seguro a expedientes físicos y digitales o la legitimidad de las resoluciones emitidas en sedes itinerantes. Más allá del gesto, se corre el riesgo de generar confusión en el litigio constitucional, de distraer recursos institucionales y de politizar la figura del ministro presidente en un momento donde la separación de poderes exige precisamente lo contrario: solidez, autonomía y profesionalismo. Si Aguilar Ortiz desea impulsar una reforma estructural, deberá comenzar por lo elemental: respeto al marco legal vigente, construcción de consensos legislativos y evaluación técnica seria. De lo contrario, su propuesta será un espejismo más en el desierto institucional de un país urgido de justicia real, no de escenificaciones itinerantes.
Pocos se acuerdan, pero la fallida descentralización administrativa emprendida por el presidente Andrés Manuel López Obrador representa uno de los experimentos más costosos y simbólicamente huecos de su sexenio, un monumento a la improvisación disfrazada de transformación. Prometida como un acto de justicia territorial para reducir la concentración del poder en la Ciudad de México y promover el desarrollo regional, la realidad fue diametralmente opuesta: solo cuatro dependencias hicieron el intento de mudarse —Energía, Cultura, Salud y la CONAPESCA— y tres de ellas regresaron al punto de partida en cuestión de meses, dejando tras de sí oficinas vacías, inversiones perdidas y una profunda sensación de simulación política. El caso de la Secretaría de Salud es paradigmático en su despropósito: 333 millones de pesos del erario fueron canalizados para reacondicionar un edificio de 19 mil metros cuadrados en la Costera Miguel Alemán de Acapulco, con promesas de arraigo institucional y presencia federal duradera. Hoy ese inmueble permanece semiabandonado, con mobiliario deteriorado y sin uso real, reflejo tangible de cómo la retórica sin planeación deriva en derroche. Más que una descentralización, fue una reubicación temporal de membretes; los verdaderos procesos administrativos, los servidores públicos clave y la operación institucional nunca abandonaron la capital. Expertos han calificado el proyecto de “simbólico” y lleno de “ocurrencias”, una crítica que no se limita a la forma, sino que desnuda la falta de sustancia técnica y de diagnósticos territoriales serios. La descentralización efectiva requiere una infraestructura sólida, conectividad, servicios de salud y educación de calidad para los trabajadores trasladados, y una verdadera estrategia de reingeniería institucional. Nada de eso existió. El fracaso, por tanto, no fue de presupuesto, sino de visión de Estado. La pérdida no es únicamente económica —cientos de millones malgastados— sino institucional: se erosionó la confianza pública, se desprestigió la viabilidad de políticas regionales futuras, y se fortaleció la percepción de que en este modelo de gobierno el impulso ideológico prevalece sobre la racionalidad administrativa. Lejos de democratizar el poder, esta simulación de descentralización lo concentró aún más en el presidente, reduciendo a las secretarías a piezas móviles de un tablero político, no a entes funcionales del aparato público. En suma, se trató de una promesa vacía, ejecutada con torpeza y sin apego a la realidad operativa, que dejó como legado edificios inútiles, gastos exorbitantes, y una ciudadanía más escéptica ante el discurso de transformación.