El abucheo y expulsión de José Ramiro López Obrador en el Instituto Tecnológico Superior de los Ríos (ITSR) en Balancán, Tabasco, es mucho más que un acto aislado de protesta estudiantil: es la manifestación explícita de una fractura entre la sociedad civil tabasqueña y el poder político estatal, marcada por el hartazgo frente a una gestión autoritaria, opaca y cómplice de prácticas corruptas. El hecho de que el protagonista del repudio sea el hermano del expresidente Andrés Manuel López Obrador y actual secretario de Gobierno, simboliza el ocaso del poder dinástico en el estado que fungió como cuna del obradorismo. El descontento en el ITSR —una institución educativa regional, hoy convertida en epicentro de resistencia cívica— surge tras semanas de paro por denuncias graves: corrupción, nepotismo y acoso sexual bajo el exdirector Iván Arturo Pérez Martínez, cuya salida no trajo calma, sino un nuevo agravio con la imposición de una sucesora sin legitimidad ante la comunidad estudiantil. Lejos de abordar estas demandas con humildad institucional, el gobierno estatal respondió con represión: el uso de la Guardia Nacional y antimotines el 7 de mayo fue una muestra brutal de cómo el Estado prefiere aplastar la disidencia antes que dialogar con justicia. José Ramiro, al calificar de “buitres” a los periodistas críticos, no solo exhibió desprecio por la prensa libre, sino que agravó su ya deteriorada imagen pública. Este lenguaje, profundamente arrogante, revela una lógica de poder profundamente desconectada de la realidad social de un estado que enfrenta una creciente ola de violencia —como la de Villahermosa— y un colapso en su tejido institucional. La escena de su expulsión —con agua arrojada y gritos de repudio— sintetiza la pérdida de autoridad moral del funcionariado estatal ante una juventud organizada y harta de simulaciones. El anuncio del retiro de demandas penales y la supuesta apertura al diálogo fueron percibidos como maniobras desesperadas sin sustancia, más aún cuando se excluyó a los estudiantes del diálogo mismo, reafirmando que la política del gobierno es vertical, sordomuda e insensible. Este incidente se convierte así en un síntoma grave del deterioro de la gobernabilidad en Tabasco, en donde el aparato político de Morena —tan férreamente vinculado a la figura del expresidente— comienza a erosionarse ante una ciudadanía que ya no tolera el abuso de poder disfrazado de cercanía popular. La lección es clara: sin legitimidad, sin justicia y sin apertura, ningún apellido —ni siquiera López Obrador— basta para sostener una hegemonía política.
Norma Piña, ministra presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), expresa una postura crítica hacia la propuesta de elegir jueces mediante un sorteo (“tómbola”), dejando de lado la carrera judicial. Subraya que este método implicaría un “retroceso a la impartición de justicia en nuestro país”, lo cual constituye una advertencia contundente ante un intento de desmantelar los mecanismos técnicos y profesionales que sustentan la independencia judicial. En el fondo, esta declaración no solo señala un riesgo institucional, sino que desenmascara un patrón preocupante en el discurso político contemporáneo en México: la deslegitimación de las instituciones republicanas a favor de una supuesta democratización que en realidad encubre un deseo de control político absoluto. Elegir jueces por tómbola, como sucede en el contexto de la reforma al Poder Judicial, no es un acto de justicia social, sino una amenaza directa al principio de meritocracia, profesionalización y autonomía judicial. En lugar de fortalecer la justicia, se la banaliza y se abre la puerta a la captura del sistema judicial por intereses partidistas. Este tipo de reformas no responde a una necesidad de mejorar la eficiencia o transparencia del poder judicial, sino a una lógica de subordinación del Estado de derecho al poder político de turno. Norma Piña, en su papel institucional, actúa como dique frente a este embate autoritario, señalando con claridad que cualquier intento por sustituir la formación, experiencia y carrera judicial por mecanismos aleatorios o clientelares debe ser interpretado como una regresión inaceptable. Si se consolida esta tendencia, el país podría entrar en una fase de desinstitucionalización profunda, similar a la vivida en otros regímenes populistas de América Latina donde se desmanteló la justicia como poder independiente. La defensa de la carrera judicial no es corporativismo, es una trinchera imprescindible para proteger la legalidad, los derechos humanos y la división de poderes.
En el escenario político de 2025, con Claudia Sheinbaum como presidenta, el impulso a la reforma del Poder Judicial adquiere una dimensión crítica. La imagen y el sentir popular reflejan no solo una percepción de inutilidad y desconexión con la ciudadanía, sino también un hartazgo frente a lo que se vislumbra como una imposición disfrazada de democracia participativa. Sheinbaum, pese a sus credenciales científicas y su retórica técnica durante años, ha asumido la continuidad del proyecto de la Cuarta Transformación con una fidelidad casi litúrgica, incluyendo el respaldo a esta controvertida reforma que, más que democratizar, socava la profesionalización del aparato judicial. A diferencia de su etapa como jefa de Gobierno, donde el pragmatismo técnico aún coexistía con el discurso político, ahora se alinea sin matices con el diseño de poder vertical que Andrés Manuel López Obrador impuso, sacrificando la institucionalidad en aras del control total del Estado. El verdadero riesgo no es solo la aprobación de una reforma que permita la elección de jueces y magistrados por voto directo —una medida de profundas consecuencias estructurales—, sino que se concrete en un contexto de mayorías legislativas absolutas y un debilitamiento intencional de los contrapesos constitucionales. El Congreso, dominado por Morena y sus aliados, amenaza con convertirse en una ventanilla de oficialización del proyecto lopezobradorista, mientras la SCJN, asediada y debilitada por campañas de desprestigio y presión presupuestal, ve reducida su capacidad de contención. Sheinbaum, lejos de fungir como moderadora o reformista racional, parece dispuesta a continuar la demolición de las instituciones republicanas bajo la bandera de un “nuevo pacto social”, que en realidad no es otra cosa que la legitimación de un poder concentrado, sin frenos ni equilibrios. La elección de jueces, en este contexto, se perfila como una elección masiva y confusa, potencialmente incluida en la jornada intermedia de 2027, con boletas saturadas de nombres sin rostro, campañas judiciales financiadas en la sombra y ciudadanos votando sin saber realmente por quién ni para qué. La legitimidad democrática de un sistema judicial así se vería profundamente erosionada, y se institucionalizaría una justicia sujeta a intereses mayoritarios y presiones populares momentáneas, rompiendo con el principio de imparcialidad. En lugar de una transformación de fondo que profesionalice, depure y modernice la justicia, Sheinbaum parece encaminarse hacia una operación de fachada, populista en forma y autoritaria en fondo, que no resolverá la crisis judicial, pero sí asegurará una justicia dócil al poder presidencial. La historia juzgará si Sheinbaum fue la primera presidenta de México o la última presidenta constitucional de una República de instituciones.