El poder detrás del voto: acordeones, abstención y el fantasma de López Obrador

El poder detrás del voto: acordeones, abstención y el fantasma de López Obrador

La circulación masiva de “acordeones” para votar —esos instructivos impresos que indican de forma precisa cómo marcar la boleta electoral— ha dejado de ser una práctica residual o marginal para convertirse en una operación estructural, coordinada desde el núcleo del poder partidista de Morena. Bajo la presidencia de Luisa María Alcalde, el partido en el gobierno ha desplegado una maquinaria electoral que no busca convencer ni dialogar con el electorado, sino condicionarlo, dirigirlo y, en muchos casos, cooptarlo. Los acordeones no son meros instrumentos pedagógicos, como algunos portavoces oficialistas pretenden justificar; son mecanismos de control político, símbolos de una cultura de la obediencia que sustituye el juicio ciudadano por la sumisión estratégica. La responsabilidad directa de Alcalde en esta operación es ineludible: como líder formal de Morena, su silencio frente a la distribución de estos materiales constituye una validación táctica de la práctica. Lo más alarmante es que esta distribución no ocurre de forma sistemática en las regiones más empobrecidas del país, donde la dependencia económica de los programas sociales ha sido deliberadamente convertida en palanca electoral, sino casa por casa. Brigadas territoriales, operadores de bienestar, comités vecinales y enlaces del partido actúan bajo una lógica de verticalidad absoluta, entregando acordeones como si fueran recetas médicas: “marque aquí, vote así”. Estamos ante la institucionalización de la simulación democrática, en la que el acto de votar se convierte en una formalidad controlada por un aparato que opera con recursos públicos y protección institucional. El INE, debilitado por años de ataques desde Palacio Nacional, actúa con tibieza, sin voluntad real de detener esta maquinaria de manipulación. Y los tribunales, atrapados en la lógica del cálculo político, se vuelven cómplices por omisión. Votar con acordeón no es ejercer un derecho: es acatar una consigna. La democracia se vacía de contenido cuando el sufragio ya viene preconfigurado desde la estructura del partido gobernante. Si el país acepta esta práctica como parte del paisaje electoral, lo que se pierde no es sólo la pureza del voto, sino el alma misma de la república democrática.

 

El llamado a la abstención electoral, tradicionalmente una táctica empleada por sectores desencantados o marginales como forma de protesta simbólica, ha adquirido una nueva dimensión, al ser adoptado, directa o indirectamente, por actores políticos de alta visibilidad. Entre los más polémicos se encuentra el expresidente Vicente Fox Quesada, quien, en un giro desconcertante respecto a su histórica defensa del voto como instrumento de cambio —especialmente durante la transición democrática del año 2000—, ha promovido mensajes en redes sociales insinuando que votar “ya no sirve de nada” y que las elecciones están controladas por una “dictadura electoral”. A estas expresiones se suma la excandidata presidencial Xóchitl Gálvez, al señalar que “ya no hay condiciones de competencia real”, lo cual, sin llamar explícitamente a la abstención, sí siembra dudas sobre la utilidad del voto opositor. Ella misma informó que no votará. El Instituto Nacional Electoral (INE) con Guadalupe Taddei ha lanzado campañas para incentivar el voto, pero su autoridad ha sido erosionada por años de embates desde el poder, lo que ha mermado su capacidad de incidir en el ánimo ciudadano. El gran peligro de esta coyuntura es que el abstencionismo —incluso cuando se presenta como protesta— favorece a las estructuras clientelares que sí logran movilizar sufragios, perpetuando un círculo vicioso de representación degradada. En México, dejar de votar no castiga al sistema: lo perpetúa. Y que figuras como Fox y Gálvez —quienes en su momento representaron una ruptura democrática— hoy coqueteen con el abandono del voto, representa que efectivamente una parte de México está con ellos y no saldrá a votar por que sí estudió, sin acordeones, que el engaño maquinado por Morena será el lunes una realidad.

La supuesta reunión secreta entre la presidenta Claudia Sheinbaum y el expresidente Andrés Manuel López Obrador en la Secretaría de Gobernación no puede ser minimizada como una simple filtración infundada o un rumor más del ambiente político. La mera posibilidad de este encuentro, llevado a cabo en instalaciones oficiales y fuera de la agenda pública, abre una grieta alarmante en el ya frágil equilibrio institucional del país. No se trata de una conversación casual entre compañeros de partido, sino de una posible intromisión directa de quien ya no tiene ningún cargo formal ni autoridad constitucional en los asuntos del poder Ejecutivo. López Obrador dejó la presidencia, y con ello, toda facultad de incidir en las decisiones de gobierno. Cualquier participación suya, directa o indirecta, en el diseño de políticas públicas, nombramientos o decisiones estratégicas del nuevo gobierno constituye una afrenta al principio republicano de sucesión ordenada y a la legitimidad de la mandataria en funciones. Sheinbaum, en su calidad de presidenta de la República, no solo debe ejercer el poder con plena autonomía, sino también hacerlo con un claro deslinde de quien, por más mentor político que haya sido, ya no tiene nada que hacer en los pasillos del poder. La Secretaría de Gobernación, sede histórica del control político y del diseño institucional, no puede ser el escenario de maniobras en la penumbra ni de visitas «informales» de quien insiste en seguir operando desde la sombra. Si este encuentro se produjo, no solo es políticamente impropio, sino éticamente inaceptable y jurídicamente cuestionable. Que el expresidente siga moviendo piezas, validando decisiones o sugiriendo líneas de acción sin ningún tipo de responsabilidad pública ni rendición de cuentas, convierte a Sheinbaum en una figura decorativa, incapaz de cortar el cordón umbilical con el poder anterior. Y si no hubo tal reunión, la presidenta tiene la obligación de desmentirlo con claridad, de dar un golpe de autoridad y exigir públicamente que López Obrador se mantenga al margen, como corresponde a cualquier exmandatario en un régimen verdaderamente democrático.

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