La propuesta del gobierno federal para permitir la regularización de viviendas invadidas —bajo la promesa de venderlas a precios simbólicos con facilidades de pago— no es un error técnico ni una improvisación, sino la cristalización de una doctrina política profundamente enraizada en la cultura del clientelismo urbano, construida durante décadas por figuras como René Bejarano, Dolores Padierna y Andrés Manuel López Obrador. Esta política no solo subvierte el principio de propiedad privada consagrado en la Constitución, sino que consagra el despojo como herramienta institucional. El pretexto es conocido: “hacer justicia social”, “garantizar el derecho a la vivienda”, “rescatar casas abandonadas”, pero el fondo es otro. Es el reciclaje de un modelo electoral corrosivo que convierte las necesidades básicas en moneda de cambio para asegurar lealtades políticas. Desde la fundación de la Asamblea de Barrios, Bejarano y Padierna perfeccionaron el arte de convertir la invasión de predios y edificios en un instrumento de presión política y patrimonialización del espacio público. Negociaban con los gobiernos de la Ciudad de México la entrega de títulos de propiedad a quienes ocupaban inmuebles ilegalmente, mientras construían un ejército electoral disciplinado y dependiente. López Obrador, como jefe de Gobierno, no solo toleró este sistema, sino que lo alimentó bajo el argumento del “derecho por encima de la ley”. Hoy, bajo la administración de Claudia Sheinbaum en la presidencia, el modelo se perfecciona y se extiende a escala nacional. Ya no se trata solo de ocupar edificios viejos o casas abandonadas: se plantea abrir la puerta a la legalización masiva de tomas, sin procesos claros para identificar a propietarios legítimos ni mecanismos de restitución. El mensaje es brutal: si pagaste tu casa con un crédito durante 15 o 20 años, eres un ingenuo; si la invadiste y resististe, te la venden barata. Esta lógica perversa no solo destruye el principio de justicia, sino que dinamita la certeza jurídica del país, uno de los pilares que sustentan la inversión en el sector inmobiliario, la movilidad social y la seguridad patrimonial de millones de familias. Lejos de resolver el problema del abandono de viviendas —causado en parte por desarrollos inmobiliarios corruptos y alejados de centros urbanos—, se premia a los actores que rompieron la ley. No se distingue entre el ciudadano que, por necesidad, ocupa una casa abandonada, y las mafias organizadas que invaden masivamente propiedades, muchas veces con apoyo de autoridades locales u operadores políticos como los antes mencionados. En lugar de fortalecer el Estado de Derecho, se opta por el populismo inmobiliario: una medida de alto impacto mediático y nulo sustento legal, diseñada para capitalizar electoralmente el desorden. Esta política destruye la cultura del esfuerzo y consagra un país donde la ilegalidad no solo es tolerada, sino recompensada. La 4T, al institucionalizar este modelo, se convierte en promotora del despojo legalizado, minando la confianza en las instituciones y sentando un precedente peligroso para el futuro de la propiedad en México.
El episodio protagonizado por Melissa Cornejo, consejera estatal de Morena en Jalisco, al lanzar un exabrupto vulgar contra el gobierno de Estados Unidos tras la amenaza de revocar visas a quienes apoyen protestas migrantes, es una muestra más del comportamiento imprudente y visceral de ciertos sectores morenistas que actúan no con racionalidad diplomática ni con estrategia política, sino con el hígado y la arrogancia ideológica del antiimperialismo rancio, al estilo de Paco Ignacio Taibo II. Lejos de representar una crítica sólida a las políticas migratorias de Washington —cuestionables por razones fundadas—, lo que Cornejo entregó fue una diatriba burda que deslegitima la causa que pretende defender: los derechos humanos de los migrantes. El lenguaje que eligió (“métanse mi visa por el culo”) desvió por completo la atención del tema de fondo para centrar el debate en su propia falta de juicio. Esto no solo provocó una reacción inmediata de Christopher Landau, vicecanciller estadounidense, quien reveló que la cancelación de su visa era imposible porque carecía de ella, y también encendió alarmas en la dirigencia de Morena, donde incluso Claudia Sheinbaum y Luisa María Alcalde se vieron obligadas a marcar distancia de sus declaraciones. Este incidente refleja un patrón preocupante dentro de Morena: la presencia de cuadros que anteponen la pose ideológica incendiaria a la construcción de soluciones reales. Es el mismo estilo que representa Taibo II con su desprecio por las formas institucionales y su narrativa “revolucionaria” de café literario, que más que representar una opción progresista, encapsula una política emocional, de consigna y superficialidad. La autodefensa de Cornejo, en la que admite haberse excedido en el tono pero no en el fondo, es insuficiente. No se trata solo de moderar el lenguaje, sino de asumir el peso de hablar como representante de un partido en el poder. Cuando un actor político ocupa un cargo de representación, su voz no es personal ni aislada: compromete la imagen y la coherencia de su movimiento. Lo que está en juego no es solo el mal gusto, sino la política exterior no oficial de Morena, y la percepción de que este partido abriga personajes que entienden la diplomacia como un grito de protesta sin consecuencia, lo cual solo alimenta la animadversión internacional y debilita la posición de México frente a socios estratégicos. Mientras la dirigencia nacional llama a la prudencia, la base se radicaliza y, en lugar de trabajar desde una posición ética y legal en favor de los migrantes, se enreda en espectáculos lamentables que cruzan la línea del fanatismo y el amateurismo político. Si Morena desea sostenerse como fuerza de gobierno, debe limpiar su estructura de los improvisados del activismo y formar cuadros con rigor, que no confundan la defensa de los derechos humanos con la descalificación vulgar. Porque de lo contrario, el país quedará secuestrado entre la retórica de los extremos y la parálisis institucional.
La transformación de Gerardo Fernández Noroña, de agitador vociferante a operador contenido, revela no solo un cálculo político personal, sino una reconfiguración del poder dentro de Morena en torno a Claudia Sheinbaum, quien ya ejerce su autoridad con firmeza. Tras su choque con el senador estadounidense Eric Schmitt —a quien Fernández Noroña llamó “provocador racista” por proponer un impuesto del 15?% a las remesas enviadas desde Estados Unidos—, el legislador mexicano pasó del grito incendiario al silencio súbito, lo que solo puede explicarse por el claro y directo “jalón de orejas” de Sheinbaum. El episodio no fue menor: el exabrupto del senador mexicano amenazaba con escalar una tensión diplomática innecesaria justo cuando la presidenta intenta proyectar una imagen de sobriedad, profesionalismo y diálogo internacional. Sheinbaum, en un gesto que reveló autoridad política y habilidad táctica, frenó el ímpetu de Fernández Noroña con una frase pública lapidaria: “Que todo mundo se serene… no ayuda en la confrontación”. El mensaje estaba dirigido sin ambigüedad. Desde entonces, el señor ha bajado el volumen, evita declaraciones polémicas, controla el micrófono en el Senado con rigor —cortando la palabra a la oposición—, pero calla cuando se trata de la política exterior o de tensiones internas. Ha pasado de ser el “vocero callejero de la izquierda radical” a un «silenciador en jefe» institucional, alguien que aún encarna el estilo bronco de la vieja izquierda, pero ahora al servicio de una maquinaria política más disciplinada. El silencio de Fernández Noroña no es gratuito ni espontáneo: representa el nuevo orden dentro del movimiento, donde ya no hay espacio para las explosiones personales si contradicen la estrategia central del liderazgo. La presidenta ha dejado claro que no tolerará disonancias que comprometan su agenda internacional o que alimenten la percepción de un gobierno radical y errático. Con su repliegue verbal, el presidente del Senado no solo reconoce esa línea roja, sino que asume una subordinación tácita a un liderazgo que lo necesita útil, pero no estorboso. Paradójicamente, el viejo tribuno popular que se presentaba como incorruptible y feroz ante el poder, se somete hoy a la lógica del control interno, priorizando su supervivencia política sobre la coherencia ideológica. Así, la 4T continúa su metamorfosis: del movimiento ruidoso al aparato disciplinado, donde hasta sus figuras más estridentes aprenden que, para seguir dentro, hay que saber cuándo callar.