La maquinaria política en marcha: manipulación, violencia e incongruencia

La maquinaria política en marcha: manipulación, violencia e incongruencia

La elección del 1 de junio, ese inédito ejercicio de consulta para elegir a jueces y ministros de la Suprema Corte, propuesto como reforma por el presidente López Obrador, ha dejado al descubierto un conjunto de prácticas que evidencian no solo la descomposición del aparato electoral, sino el cinismo con el que el oficialismo ha decidido operar su maquinaria política. Las acusaciones de que Morena ha estado repartiendo “acordeones” —guías de votación que indican literalmente por quién marcar la boleta— no son triviales; representan una violación directa al principio de libertad del sufragio, y revelan una cultura de subordinación del ciudadano al poder, totalmente incompatible con una democracia sustantiva. El momento en que Claudia Sheinbaum, durante una conferencia, estuvo a punto de decir que los votantes deben “llevar su acordeón”, solo para corregirse torpemente en tiempo real, es más que un desliz retórico: es una prueba del grado de intervencionismo político que se está normalizando desde el oficialismo, incluso en procesos donde debería imperar una estricta neutralidad. El silencio cómplice del Instituto Nacional Electoral (INE), con Guadalupe Taddei doblemente alineada por cuestiones de nepotismo, que ni investiga ni sanciona estas prácticas, confirma que la autonomía institucional está siendo minada a un ritmo alarmante. La elección judicial, que debería haberse acompañado de un proceso de pedagogía cívica serio y profundo para que el electorado comprendiera los perfiles y la trascendencia de sus decisiones, se ha convertido en una simulación grotesca donde se busca capitalizar el voto masivo de clientelas políticas, más que construir ciudadanía. La baja participación anticipada no es solo un reflejo del desinterés o la ignorancia ciudadana, como sugieren desde el poder, sino una respuesta lógica a un proceso que ha sido secuestrado desde su diseño: no hay información, los nombres de los candidatos son desconocidos para la mayoría, y la coacción sutil —y no tan sutil— desde los operadores de Morena en colonias y comunidades, ha reemplazado al debate informado. En este contexto, la imagen de Sheinbaum cometiendo este error discursivo, lejos de ser anecdótica, es un retrato de su incomodidad estructural frente a un modelo electoral manipulado por su partido pero sostenido en la legitimidad artificial de una consulta supuestamente democrática. Se echa de cabeza, sí, porque revela que todo está calculado: la baja participación juega a favor de quien puede movilizar estructuras clientelares, y Morena ha perfeccionado esa maquinaria desde hace años. Este episodio es una advertencia sobre el modelo político que se está consolidando en México: uno donde la forma democrática se conserva, pero el fondo se desmorona, contaminado por el adoctrinamiento, la presión social y la captura institucional. Si el voto informado es sustituido por el voto guiado, la elección judicial se transforma en una farsa peligrosa, no solo porque niega al pueblo su soberanía real, sino porque politiza la justicia, sometiéndola al poder que se supone debe vigilar.

 

La tragedia ocurrida en los límites de Michoacán y Jalisco, donde seis elementos de las fuerzas especiales murieron tras pisar una mina terrestre presuntamente colocada por el Cártel Jalisco Nueva Generación, no puede leerse como un hecho aislado ni producto de una coyuntura imprevisible. Es el resultado directo de años de negligencia, colusión y fracaso estructural por parte de los gobiernos estatales y federales que han administrado la crisis de seguridad en la región con una mezcla tóxica de desinterés, simulación y complicidad. En este contexto, tanto Silvano Aureoles Conejo como Alfredo Ramírez Bedolla tienen una cuota de responsabilidad ineludible. Silvano Aureoles, gobernador de Michoacán entre 2015 y 2021, heredó una estructura criminal enquistada en el aparato estatal tras el fracaso de la estrategia de las autodefensas y las maniobras de simulación del gobierno de Enrique Peña Nieto. En lugar de desmontar las redes de corrupción que permitieron la expansión del crimen organizado, su administración optó por la represión mediática y la criminalización de líderes comunitarios, mientras pactaba por debajo de la mesa con ciertos grupos para mantener una supuesta “gobernabilidad”. A su salida, la presencia del CJNG ya era dominante en vastas zonas del estado. Luego vino Alfredo Ramírez Bedolla, presentado como parte de la “regeneración moral” prometida por López Obrador. Sin embargo, su gobierno ha sido absolutamente insuficiente en términos de contención del poder territorial del crimen organizado. El CJNG ha profundizado su control no solo con el uso de la violencia directa, sino mediante la instalación de estructuras parapoliciales, control económico de cultivos como el limón y el aguacate, y ahora con el uso sistemático de minas terrestres, una herramienta propia de conflictos armados asimétricos, no de delincuencia común. Que hoy la Guardia Nacional y el Ejército sean emboscados con tecnología bélica en caminos rurales no es solo una señal de la sofisticación del narco, sino del abandono absoluto del Estado en su función básica de garantizar la vida y seguridad de la población. La persistencia de estos ataques en Cotija, Buenavista y Tepalcatepec demuestra que no hay estrategia integral, solo parches reactivos, operativos mediáticos y una narrativa presidencial que insiste en negar la guerra que claramente está en curso. La militarización del país bajo López Obrador y continuada por Claudia Sheinbaum se ha convertido en una formalidad sin dirección ni inteligencia estratégica: se mandan tropas sin control territorial, sin respaldo institucional local, y en territorios donde las policías municipales están o ausentes o cooptadas. Lo ocurrido es también una advertencia brutal: la guerra por el control del Occidente de México está lejos de ceder, y cada mina que estalla es la confirmación de que el Estado mexicano no ha recuperado ni una pulgada del territorio disputado. Mientras no se rompa el vínculo entre política local y crimen organizado, mientras se sigan premiando con candidaturas y contratos a figuras asociadas a estos grupos, y mientras se siga ocultando la gravedad del conflicto con eufemismos y declaraciones huecas, el país seguirá enterrando soldados, campesinos y civiles en silencio.

 

El conflicto entre la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) y el gobierno federal encabezado por Claudia Sheinbaum —y aún fuertemente influenciado por Andrés Manuel López Obrador— es un síntoma claro de la continuidad de una política que, aunque presume transformarse con el cambio de sexenio, mantiene las mismas lógicas de simulación, clientelismo y desgaste burocrático hacia los movimientos sociales. Desde el 15 de mayo, la CNTE se ha movilizado intensamente, ocupando el Zócalo capitalino, realizando bloqueos y marchas, exigiendo el cumplimiento de promesas que, según sus dirigentes, fueron pactadas directamente con Sheinbaum y que hoy permanecen incumplidas. La narrativa oficial intenta desmarcar a la presidenta, pero lo cierto es que Sheinbaum fue partícipe directa de los compromisos adquiridos en la transición, y su silencio o ambigüedad actual solo alimenta la sensación de traición. A ello se suma el control político que López Obrador aún ejerce sobre los principales resortes del poder, revelando que la “cuarta transformación” sigue siendo un proyecto personalista que, en lugar de institucionalizarse, se aferra a un liderazgo unipersonal que socava la autonomía del siguiente gobierno. La CNTE, históricamente una organización combativa y desconfiada de los arreglos cupulares, reacciona como lo ha hecho desde hace décadas: con la movilización, la ocupación del espacio público y la presión constante. Pero esta vez, la protesta no solo denuncia la falta de cumplimiento de demandas salariales, laborales y educativas; también exhibe la contradicción entre el discurso progresista del gobierno morenista y su práctica administrativa de cooptación, represión simbólica y desgaste. La prolongada protesta de la CNTE también pone en tela de juicio la eficacia del aparato gubernamental para negociar con actores sociales complejos, mostrando que la verticalidad del actual régimen solo es eficaz en la imposición, pero estéril en la construcción de consensos duraderos. El hecho de que López Obrador, en su momento, haya preferido minimizar el conflicto en lugar de abrir una vía real de solución, revela una fatiga política y una desconexión preocupante con las bases populares que alguna vez constituyeron su mayor capital político. Si Sheinbaum no toma una postura firme y clara, corre el riesgo de que su gobierno sufra una crisis de legitimidad frente a un sector clave del sindicalismo magisterial, históricamente marginado y traicionado tanto por gobiernos neoliberales como por los autodenominados transformadores. Este conflicto, lejos de ser un simple forcejeo por prestaciones, es una advertencia temprana sobre la necesidad urgente de que Sheinbaum abandone el paternalismo autoritario y entienda que gobernar implica dialogar, cumplir y corregir, no solo administrar la esperanza.

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