El caso Hernán Bermúdez Requena en Tabasco no es simplemente una detención pendiente: es una radiografía de la putrefacción institucional, una postal donde el poder político, el crimen organizado y las disputas intestinas de Morena se funden en un lodazal de complicidades y traiciones. La figura de Bermúdez, exsecretario de Seguridad Pública durante el gobierno de Adán Augusto López Hernández, no es menor; se le atribuye el liderazgo de la célula criminal “La Barredora”, aliada del Cártel Jalisco Nueva Generación, operando desde dentro del aparato estatal con total impunidad. Las revelaciones sobre ejecuciones extrajudiciales, vínculos con el huachicol y el control de plazas criminales desde cargos oficiales destrozan cualquier narrativa de seguridad institucional en la entidad. La orden de aprehensión emitida en febrero de 2025 y recién hecha pública, no por la Fiscalía sino por un comandante militar en un programa de radio, destapa el silencio pactado que reinó sobre su figura por años. Y aunque Bermúdez renunció en enero de 2024 tras una ola de violencia, su rastro nunca desapareció: líderes opositores aseguran haberlo visto en Tabasco durante Semana Santa, lo cual haría risibles los reportes de fuga internacional, y cuestionan la veracidad y oportunidad de la ficha roja que, además, no es visible públicamente en Interpol. El gobernador Javier May Rodríguez se ha limitado a declarar que serán las fiscalías las encargadas del caso, mientras rehuye a enfrentar frontalmente a su antecesor, hoy senador y protegido político de Claudia Sheinbaum, quien a su vez ha desestimado que exista investigación alguna contra él, aunque exigió rendición de cuentas a las instancias de seguridad. Esta retórica evasiva revela un pacto tácito de no agresión, una tregua de élites que, sin embargo, podría resquebrajarse. La tensión entre May y Adán Augusto ya no es un secreto: el primero lo acusa de tolerancia al crimen, el segundo mantiene redes de poder a través de leales como Bermúdez. El caso adquiere entonces una dimensión más amplia: no solo pone a prueba la eficacia del aparato judicial, sino la credibilidad del proyecto obradorista en uno de sus bastiones. Si las acciones contra Bermúdez son usadas como revancha política sin pruebas concluyentes, el actual gobierno se hundirá en su propio pantano de arbitrariedad; pero si hay elementos sólidos y se revela una red criminal avalada desde el poder, entonces el daño a la figura de Adán Augusto será irreversible, y su futuro político estará sepultado. Lo que está en juego no es solo la cabeza de un exfuncionario: es la posibilidad de restaurar la credibilidad de las instituciones tabasqueñas, secuestradas por años por complicidades soterradas. Si May quiere ser recordado como algo más que un administrador de ruinas, debe romper el silencio, esclarecer cada detalle del caso, y someterlo a un proceso judicial abierto, transparente y ejemplar. Porque si la justicia se convierte en herramienta de venganza, perderá todo su filo; pero si sirve para extirpar el cáncer de la narcopolítica, entonces podrá al fin reivindicar su nombre.
El caso de Diana Karina Barreras —identificada en la sentencia como “Dato Protegido”— y su marido, el impresentable plurinominal Sergio Gutiérrez Luna, representa un punto de inflexión en la degradación institucional del régimen: el uso del aparato judicial no como salvaguarda de derechos, sino como garrote para castigar la crítica ciudadana. Lo que ocurrió no es una defensa de los derechos de las mujeres, como ella pretende escudarse con patetismo: es un acto de censura pura, ejecutado desde la impunidad de una curul rentada y sostenida por el nepotismo más ramplón. El pretexto fue un tuit publicado por una ciudadana —Karla Estrella— en el que, sin insultos, cuestionó el privilegio político de una diputada, aludiendo a su relación con Gutiérrez Luna. La reacción fue grotesca: el Tribunal Electoral, en una resolución que huele a componenda, ordenó no solo una disculpa pública forzada, sino que esta se repita todos los días durante un mes, en un ritual inquisitorial que parece sacado de un estado teocrático. Lo más indignante es que el Tribunal protegió la identidad de la diputada agresora —llamándola “Dato Protegido”— mientras exponía con nombre completo a la ciudadana sancionada, una asimetría de poder y de género tan evidente que convierte al fallo en una burla. Diana Karina Barreras, por si fuera poco, decidió presentarse en redes sociales como mártir del feminismo, afirmando con descaro que “defender los derechos de las mujeres siempre ha tenido un costo y no tengo problema en pagarlo”, cuando en realidad fue ella quien, desde una posición de poder, destruyó el derecho de otra mujer a opinar. Este nivel de cinismo institucional no tiene precedentes recientes. Lo ocurrido no solo revienta cualquier noción de proporcionalidad jurídica —el tuit tenía un alcance de apenas 7 mil personas— sino que demuestra que el concepto de “violencia política de género” ha sido secuestrado por quienes quieren blindarse de la crítica legítima. El repudio fue inmediato y devastador: un ratio de 17 a 1 en redes sociales en menos de una hora, una lluvia de comentarios, memes, columnas y denuncias que podrían marcar un récord mundial de repulsa digital. Y no es casual: la sociedad detectó el abuso con una claridad meridiana. Este caso marca el momento en que el poder intentó criminalizar la opinión ciudadana, y encontró una sociedad más despierta que nunca. El verdadero mensaje detrás de este escándalo no es jurídico, sino moral y político: ya no estamos frente a representantes, sino ante una casta que se autoprotege con las herramientas del Estado. Y si el tribunal no revierte esta aberración, habrá validado el uso faccioso de las leyes como instrumento de represión. Gutiérrez Luna y Barreras no son solo una pareja política: son el símbolo de cómo el poder, cuando se siente intocable, muta en tiranía. Pero en su ceguera arrogante no calcularon algo esencial: el país ya no calla. Y ante el abuso, la sociedad ha hablado con claridad fulminante.
Andres, Manuel Lopez Obrador se cansó de decir que no tiraría ningún árbol en la construcción del tren Maya. Ninguno, enfatizó. Pero la declaración del General Gustavo Vallejo durante la mañanera del 2 de abril de 2025, donde pidió que “los pasajeros que viajan por la línea férrea del Tren Maya no vean esos inmensos patios de carga donde se pierde gran cantidad de vegetación”, encapsula el cinismo con que se ha abordado el impacto ambiental de este megaproyecto: ocultar la devastación no es mitigarla. El Tren Maya, presentado como emblema del progreso y la conectividad regional, ha devenido en uno de los fracasos ecológicos más costosos del México contemporáneo. Las cifras son tan abrumadoras como devastadoras: más de 7.3 millones de árboles removidos según datos oficiales, y hasta 10 millones según organizaciones civiles, en un corredor que atraviesa selvas, zonas kársticas, acuíferos, cenotes y hábitats de especies endémicas. La instalación de infraestructura de carga —con 10 complejos logísticos, entre patios y terminales intermodales— representa una expansión aún más agresiva del daño, con una inversión superior a los 25,000 millones de pesos que carece de transparencia en términos de impacto ambiental y restauración efectiva. Lo inadmisible es que, en lugar de rendir cuentas, las autoridades opten por estrategias de “paisajismo visual”: esconder los patios entre vegetación simulada o instalar barreras para no alterar la experiencia estética de los pasajeros. La preocupación del general Vallejo no fue la pérdida de la biodiversidad, sino su visibilidad. Tal perspectiva confirma que el daño ambiental no es una variable a corregir, sino una molestia óptica a maquillar. Los estudios de impacto ambiental han sido incompletos, manipulados o directamente ignorados, como ocurrió en el Tramo 5 Sur, donde se talaron miles de árboles sin autorización previa, derivando en suspensiones judiciales. Se ignoran las advertencias de geólogos sobre los riesgos de colapso de suelos cársticos, así como las denuncias de organizaciones científicas y ambientalistas que documentan el desplazamiento de fauna, la afectación de ciclos hidrológicos y la ausencia de programas reales de restauración ecológica. La respuesta gubernamental ha sido de contención narrativa, no de rectificación ambiental. La compensación reforestadora en sitios ajenos a la ruta o el Acuerdo Cuxtal en Yucatán resultan insuficientes frente a la magnitud del desastre. Lo más alarmante es que la lógica militarizada que guía el proyecto ha impuesto una opacidad institucional y una narrativa de “seguridad nacional” para eludir el escrutinio público. El daño al entorno no es una externalidad: es el costo estructural de un modelo de desarrollo vertical, tecnocrático y extractivista. Y si se oculta el daño para no manchar la ventana del tren, entonces no estamos ante un proyecto de movilidad sustentable, sino ante una tragedia ambiental disimulada. La ciudadanía debe exigir: acceso pleno a los estudios ambientales, monitoreo científico independiente, restauración basada en evidencia y rendición de cuentas por cada hectárea devastada. El Tren Maya pudo haber sido una oportunidad de reconfigurar el desarrollo regional en armonía con la naturaleza, pero ha terminado siendo un recordatorio brutal de que cuando el Estado prefiere tapar el paisaje antes que protegerlo, no construye futuro: lo sepulta.