La polémica por la grabación del youtuber Jimmy Donaldson, mejor conocido como MrBeast, en zonas arqueológicas de México es un espejo incómodo que refleja con crudeza la doble moral y la desorganización institucional que imperan en el manejo del patrimonio cultural mexicano. Que un influencer extranjero haya podido filmar un video de alto presupuesto, pasar 100 horas dentro de zonas arqueológicas —presuntamente con todos los permisos otorgados por el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), la Secretaría de Cultura y la Secretaría de Turismo— mientras miles de investigadores, cineastas, documentalistas y ciudadanos mexicanos enfrentan trabas burocráticas o simplemente se les niega el acceso a estos mismos espacios, representa un agravio directo al principio de equidad y a la soberanía cultural del país. La frase lanzada por MrBeast, “no entiendo cómo el gobierno nos dejó hacer esto”, puede sonar como una broma entre líneas, pero en realidad desenmascara el estado de entreguismo institucional que, en busca de visibilidad mediática internacional, es capaz de doblegar su propia normativa para privilegiar a quien tiene millones de seguidores. El gobierno, que suele vanagloriarse de su «nacionalismo cultural» y su defensa del patrimonio, quedó exhibido por sus propias contradicciones: otorga permisos especiales a extranjeros por razones turísticas y de proyección internacional, pero castiga o limita a nacionales bajo pretextos de protección y conservación. Es cierto que la presidenta Claudia Sheinbaum afirmó que existían permisos para la grabación, pero también es cierto que ahora se abre la puerta a revisar si hubo violaciones a esos mismos permisos —como si se tratara de una reacción institucional espasmódica ante las críticas, no de un ejercicio coherente de rendición de cuentas. Este vaivén entre el permiso otorgado y la amenaza de multa posterior es un síntoma del caos administrativo y del oportunismo político: primero se permite, luego se mide el costo en redes sociales, y si el escándalo crece, se simula una postura crítica. Peor aún, lo ocurrido revela un desprecio por las comunidades indígenas y por la memoria histórica: el patrimonio se vuelve espectáculo y escenografía para consumo digital, no un espacio de respeto y conocimiento. El gobierno mexicano debería preguntarse por qué se facilita tanto la entrada a una celebridad de internet y tan poco a los propios ciudadanos, y por qué la viralidad se convierte en criterio de acceso a zonas sagradas. Lo sucedido con MrBeast no es simplemente una anécdota viral; es una evidencia más de cómo el Estado mexicano está dispuesto a prostituir su patrimonio si con eso gana atención internacional, aunque para ello tenga que traicionar sus principios, su historia y a su propia gente.
El silencio de Claudia Sheinbaum ante el escándalo de corrupción que involucra al yerno de la gobernadora de Veracruz, Rocío Nahle, en la adjudicación directa de contratos para la compra de medicamentos a sobreprecio, no es un simple gesto de prudencia política: es una omisión que raya en la complicidad. La evasiva molesta con la que respondió que “no tenía toda la información” no puede entenderse más que como una estrategia para evitar el desgaste político en plena antesala electoral. Sin embargo, el fondo de esta trama es aún más alarmante: mientras miles de pacientes, incluyendo niños con cáncer, personas con enfermedades crónicas y adultos mayores, padecían el desabasto sistemático en hospitales públicos, el Gobierno federal —en el sexenio de López Obrador— entregaba casi 1,200 millones de pesos a dos empresas sin licitación, para adquirir medicamentos con sobreprecios escandalosos, llegando hasta un 885% más caro por unidad. No es sólo un caso de tráfico de influencias, es un crimen de Estado encubierto por la retórica del combate a la corrupción. Las cifras son una bofetada moral: mientras el presidente afirmaba erradicar la corrupción del sistema de salud y aseguraba que nadie quedaría sin atención, su gobierno alimentaba con recursos públicos a un sistema paralelo de corrupción farmacéutica que operaba sin controles, sin auditorías y con vínculos directos al poder político, como lo demuestra la relación familiar con la actual gobernadora veracruzana. La narrativa de austeridad y humanismo quedó triturada por la maquinaria de adjudicaciones opacas, beneficiando a un puñado mientras el pueblo, literalmente, moría esperando una medicina. Más grave aún es la falta de una reacción institucional: ni la Secretaría de la Función Pública, ni la Auditoría Superior de la Federación, ni la Fiscalía General de la República han iniciado investigaciones públicas contra estas empresas ni contra los responsables políticos implicados. La impunidad es absoluta y el encubrimiento se disfraza de ignorancia. El caso de Nahle y su círculo cercano debería ser una línea roja para cualquier gobierno que se precie de ser democrático. Pero en lugar de una investigación inmediata y una suspensión cautelar de quienes están vinculados con estos contratos, se opta por la defensa política, la distracción mediática y la continuidad electoral. El país está atrapado en un ciclo perverso donde el saqueo se disfraza de transformación y la negligencia mortal se normaliza como ineficiencia burocrática. Cuando el dolor de los más vulnerables se convierte en oportunidad de negocio para los más cercanos al poder, lo que está en juego ya no es solo el prestigio de un gobierno, sino la decencia moral del Estado mexicano. Y frente a eso, no caben evasivas ni gritos: sólo justicia.
El escenario de violencia política que se ha instalado en Veracruz, en pleno proceso electoral, desnuda una realidad que ni los discursos oficiales ni los despliegues de último momento pueden ocultar: el Estado ha perdido el control territorial y moral sobre vastas regiones, y la gobernabilidad se tambalea entre la impunidad y la improvisación. La reacción del Gobierno Federal, encabezada por Omar García Harfuch con el envío de 3,500 elementos de la Guardia Nacional, es más una respuesta reactiva que una estrategia de seguridad estructurada. La narrativa que intenta posicionar el refuerzo militar como parte de una planificación anticipada carece de credibilidad ante el asesinato de una candidata oficialista en Texistepec y una serie de ataques recientes, incluido el asesinato de un exalcalde y un regidor en Actopan, y la muerte de dos agentes federales en Boca del Río. Este tipo de violencia selectiva, dirigida a actores políticos y fuerzas del orden, no sólo es síntoma de la penetración del crimen organizado en la vida pública, sino del fracaso de las políticas de seguridad tanto federal como estatal. La gobernadora Rocío Nahle, pese a insistir en que “no hay impunidad ni tratos con nadie”, no logra despejar la percepción de una administración rebasada por los hechos y atrapada en el cálculo político. Su negativa a reconocer una crisis sistémica de seguridad, sumada a la desafortunada insinuación de que otros partidos no cumplieron con filtros de seguridad –cuando su propio partido permitió la candidatura de un presunto homicida prófugo– evidencia una actitud más preocupada por el control narrativo que por la protección efectiva de la ciudadanía y la integridad del proceso democrático. El intento de deslindarse de decisiones municipales, como la suspensión de clases en Texistepec, muestra un centralismo autoritario mal comprendido, en el que ni siquiera se concede autonomía a los gobiernos locales frente a amenazas tangibles. La promesa de que las elecciones del 1 de junio serán “tranquilas” es, bajo estas condiciones, una declaración vacía o peor aún, un acto de negligencia. La coordinación con la SSPC y la intención de Ricardo Ahued de reunirse con dirigentes partidistas para verificar antecedentes de candidatos llegan tarde y mal: la confianza pública ya está erosionada, y los homicidios políticos ya han cobrado víctimas. La responsabilidad del Estado no termina en ofrecer seguridad post mortem; debe garantizar condiciones mínimas para una contienda democrática y libre de violencia, lo cual hoy no existe. Las mesas de seguridad son rituales repetitivos sin consecuencia real si no se traducen en detenciones, desarticulación de redes criminales y garantía efectiva de justicia. Veracruz no necesita más declaraciones; necesita una limpieza profunda de su aparato de seguridad, una fiscalía verdaderamente autónoma, y un compromiso real del Gobierno Federal de reconstruir el Estado de derecho, no de proteger la estabilidad electoral a toda costa. La democracia no puede florecer en un campo de batalla.