El documento firmado por el expresidente Ernesto Zedillo Ponce de León es una pieza de contundente denuncia que articula, con precisión quirúrgica, una crítica estructural al gobierno de la llamada Cuarta Transformación. En él, Zedillo reafirma lo que ya había advertido públicamente el 15 de septiembre de 2024 ante un foro internacional de juristas: que la reforma judicial promovida por López Obrador y ahora sostenida por Claudia Sheinbaum no solo representa una violación flagrante a la Constitución mexicana, sino que constituye, en términos prácticos, el acta de defunción de la joven democracia del país. El texto no es una reflexión nostálgica ni un alegato político cualquiera; es, en cambio, un pronunciamiento desde la experiencia del poder, desde el conocimiento institucional profundo y con el respaldo histórico de haber encabezado una transición democrática real, que contrasta radicalmente con el retroceso autoritario que Zedillo documenta y denuncia. En este sentido, su crítica a la reforma judicial —particularmente al intento de elección popular de jueces— pone el dedo en la llaga: no se trata de ampliar la participación ciudadana, sino de capturar al Poder Judicial mediante mecanismos manipulables, debilitando el equilibrio de poderes y allanando el camino hacia un régimen de partido único disfrazado de democracia plebiscitaria. Lo más grave no es que Sheinbaum defienda esta propuesta, sino que, según Zedillo, ha preferido no dar razones jurídicas ni constitucionales, sino responder con descalificaciones personales y evasivas, reproduciendo el mismo estilo de agresión discursiva que su antecesor ha perfeccionado como método de control político. La reacción oficial, lejos de disipar las dudas, confirma la denuncia central: la Cuarta Transformación no está interesada en el debate ni en el Estado de Derecho, sino en la imposición unilateral de un nuevo régimen autoritario. Además, Zedillo anticipa y desmonta una de las principales estrategias discursivas del obradorismo: el uso del Fobaproa como arma para desacreditar a sus críticos. Defiende con firmeza las acciones que tomó durante la crisis financiera de 1994 y recuerda que el rescate bancario fue auditado internacionalmente y aprobado por el Congreso con transparencia. Aprovecha para voltear la mirada hacia los megaproyectos emblemáticos del actual gobierno —el aeropuerto cancelado de Texcoco, la refinería de Dos Bocas y el Tren Maya— exigiendo auditorías internacionales que evalúen su costo, eficiencia y daño ambiental, y contrastando la falta de rendición de cuentas de hoy con los mecanismos de supervisión del pasado. El ensayo constituye una acusación demoledora contra el modelo de gobierno que ha instaurado Morena: uno basado en la destrucción institucional, la concentración del poder, la descalificación sistemática del disenso y la imposición de una narrativa hegemónica que desprecia la crítica y el conocimiento técnico. Ernesto Zedillo no habla como opositor, sino como exjefe de Estado que conoce las entrañas del poder y advierte, con preocupación fundamentada, que México está transitando del autoritarismo blando a una autocracia abierta. La pregunta ya no es si estamos en riesgo, sino cuánto tiempo resistirá el país antes de que la democracia —ya gravemente herida— quede completamente anulada.
El gobierno federal tiene la obligación legal, política y moral de transparentar con puntualidad y rigor a cuánto ascienden los recursos públicos destinados a sostener la vida del expresidente Andrés Manuel López Obrador, si es que desea mantenerse dentro del marco de la rendición de cuentas republicana que tanto ha pregonado. En un país donde millones de personas sobreviven con ingresos precarios y donde el discurso oficial ha girado insistentemente en torno a la «austeridad republicana», resulta inaceptable que no se conozca con precisión cuánto cuesta al erario garantizar la seguridad, manutención, atención médica, transporte, logística y demás privilegios que podrían estarse asignando a quien, aunque ya no ejerce el poder formalmente, sigue ocupando un lugar central en la operación política del régimen. La opacidad en este asunto contradice frontalmente los principios de transparencia y rendición de cuentas que la propia administración de López Obrador decía defender. Hoy, el exmandatario no es un ciudadano común, sino una figura que sigue incidiendo en las decisiones del Estado, como ha quedado demostrado por múltiples señales desde la propia presidencia de Claudia Sheinbaum. Por tanto, el sostenimiento de su estilo de vida con recursos públicos no es un asunto privado ni protocolario, sino un tema de interés nacional que debe someterse al escrutinio público. Si se le ha asignado personal de seguridad del Ejército, médicos militares, inmuebles del gobierno, transporte oficial o presupuesto operativo, la ciudadanía tiene derecho a conocerlo en detalle. En otros países democráticos, los expresidentes reciben apoyos claramente establecidos por ley y sujetos a fiscalización. En México, la falta de claridad en torno a estos beneficios no solo erosiona la confianza pública, sino que agrava la percepción de que el poder se ha convertido en un círculo cerrado de privilegios intocables, blindado contra la crítica y ajeno a los estándares de legalidad que se exige al resto de la administración pública. Si el gobierno actual insiste en ser diferente, entonces debe actuar como tal: con datos duros, con transparencia absoluta y con una disposición real a someterse al juicio ciudadano. Lo contrario sería validar la hipótesis de que el retiro de López Obrador es sólo una simulación costosa para la República.
La afirmación del secretario de Seguridad, Omar García Harfuch, de que “no hay estrategia fallida de seguridad” antes de su comparecencia en el Senado, no solo insulta la inteligencia pública, sino que representa una peligrosa negación de la realidad que viven millones de mexicanos. Las cifras y los hechos —que no son opiniones ni narrativas políticas— desmienten tajantemente esa declaración. Desde 2018, México ha experimentado los sexenios más violentos de su historia contemporánea, con más de 180 mil homicidios dolosos acumulados, desapariciones forzadas en aumento, territorios controlados por el crimen organizado, y una militarización creciente que ha demostrado ser ineficaz para pacificar al país. La afirmación de García Harfuch revela una continuidad con el discurso oficial del obradorismo, que insiste en negar el desastre para evitar asumir costos políticos, aunque ello implique despreciar la experiencia de las víctimas y sabotear cualquier posibilidad de corrección efectiva. Negar el fracaso de la estrategia de seguridad —cuya base ha sido la supuesta política de “abrazos y no balazos”, combinada con el creciente protagonismo de las Fuerzas Armadas en funciones civiles— es, en esencia, consolidar una política de simulación. El nombramiento de García Harfuch, con su perfil ligado al aparato de seguridad capitalino y con fuertes conexiones con estructuras militares y policiales, es un mensaje claro: el nuevo gobierno de Claudia Sheinbaum no pretende rectificar, sino profundizar una línea de acción que ha sido ampliamente cuestionada por organismos nacionales e internacionales. Afirmar que no hay estrategia fallida es tanto como declarar que el Estado mexicano ha decidido normalizar la violencia estructural, la impunidad masiva y la desaparición del principio civil en la conducción de la seguridad pública. En su comparecencia, García Harfuch debería rendir cuentas no sólo por los resultados de su gestión en la Ciudad de México, donde si bien ciertos indicadores fueron contenidos, otros como la extorsión y el feminicidio persistieron con fuerza, sino también por el modelo que representa: uno que ha optado por una seguridad reactiva, sin reconstrucción del tejido institucional ni fortalecimiento de las policías locales, y donde la justicia se subordina al cálculo político. Este gobierno lo primero que debería reconocer es el colapso de la política actual y corregir el rumbo. Mientras se sigan negando las evidencias, México seguirá siendo rehén de una violencia que el poder se niega a enfrentar con verdad, responsabilidad y visión de Estado.








