Tragedia, impunidad y silencio: tres síntomas de un Estado rebasado

Tragedia, impunidad y silencio: tres síntomas de un Estado rebasado

La declaración de la ministra Lenia Batres, lamentando con razón la muerte de los marinos en el trágico accidente del Buque Escuela Cuauhtémoc y criticando el “uso político” del evento, se vuelve irónicamente hipócrita al confrontarse con los antecedentes del propio movimiento político al que ella pertenece. Las imágenes del accidente en NY y las reacciones generadas son un testimonio contundente de la doble vara moral con la que opera la clase gobernante: mientras que en el pasado, cuando eran oposición, Andrés Manuel López Obrador y otros actores de Morena politizaron sin pudor tragedias como la de la Guardería ABC o la falta de alertamiento ante huracanes, hoy condenan lo mismo cuando están en el poder. Esta incongruencia revela no solo una falta de coherencia ética, sino también una peligrosa cultura de impunidad discursiva, donde los principios se subordinan al cálculo político inmediato. Lo más escandaloso, sin embargo, es que el propio buque donde ocurrió el accidente fue escenario reciente de actos proselitistas en favor de Lenia Batres y del voto en la cuestionada elección de jueces por voto popular, promovida por Morena como parte de su ofensiva contra el Poder Judicial. Esto significa que el espacio ya había sido convertido en plataforma política por el oficialismo antes del siniestro, lo cual hace aún más cínico el llamado a “no politizar” la tragedia. El uso político de las instituciones militares y navales para fines electorales representa una transgresión a los principios republicanos y al equilibrio de poderes; que ahora se pretenda silenciar la crítica bajo la etiqueta de “respeto” a las víctimas es un acto de manipulación emocional y censura encubierta. Es indispensable una investigación independiente sobre las condiciones en que ocurrió el accidente, incluyendo si hubo presiones logísticas o distracciones derivadas del uso político del buque. Exigir rendición de cuentas no es politizar; es cumplir con la obligación ciudadana de fiscalizar al poder. Lo que sí es un uso político descarado es repartir propaganda electoral en instalaciones de la Marina mientras se promueve una reforma judicial que amenaza con someter la justicia al control partidista. El verdadero respeto a los caídos se demuestra con transparencia, responsabilidad y una política que privilegie la vida y la seguridad por encima de cualquier interés electoral.

A pesar de que aún no se ha emitido un informe oficial que delimite con claridad las responsabilidades en el choque del Buque Escuela Cuauhtémoc contra el puente de Brooklyn, los indicios disponibles y el contexto institucional permiten esbozar una primera evaluación crítica sobre posibles factores de responsabilidad, tanto operativa como política. En términos inmediatos, la responsabilidad primaria recae sobre el mando naval a bordo, es decir, el capitán del buque y su equipo de navegación, quienes debieron evaluar adecuadamente las condiciones del puente, las dimensiones del velero y el margen de maniobra para evitar una colisión. El hecho de que se reportara a marineros colgando de los mástiles en plena aproximación a una estructura elevada revela un preocupante déficit en los protocolos de seguridad. No es normal ni justificable que, en una embarcación militar en tránsito cercano a un puente, se permita que personal se mantenga expuesto en puntos de alto riesgo. Esto indica, en el mejor de los casos, negligencia operativa; en el peor, una peligrosa imprudencia alentada por una cultura de espectáculo o de disciplina mal entendida. Sin embargo, la cadena de mando no termina en el timón. El Cuauhtémoc no es una embarcación privada, sino un buque oficial de la Armada de México, y su participación en actividades de visibilidad pública —particularmente en el extranjero— obedece a decisiones de alto nivel, coordinadas entre la Secretaría de Marina y otras instancias del Estado mexicano. El hecho de que el buque estuviera involucrado en actos de propaganda electoral en favor de Morena, incluyendo mensajes promoviendo el voto por la reforma judicial de Claudia Sheinbaum y directamente por Lenia Batres, apunta a una intromisión política en la logística y prioridades operativas de la Marina. Esta utilización proselitista de una institución que debe ser neutral y profesional no solo es inadmisible, sino que podría haber alterado los itinerarios, rutinas o estado operativo del buque, aumentando los márgenes de error y distracción. Así, la responsabilidad se bifurca entre lo técnico y lo político. Por un lado, debe investigarse si hubo errores de cálculo náutico, fallas en la comunicación con autoridades portuarias estadounidenses, o decisiones mal ejecutadas a bordo. Por otro, debe analizarse si hubo presiones institucionales para que el buque realizara actos públicos o mediáticos en momentos y lugares inadecuados, debilitando la concentración en las operaciones de navegación. La tragedia no puede explicarse únicamente como un accidente aislado; es también el síntoma de un Estado que ha politizado a las fuerzas armadas hasta puntos insostenibles. La investigación que se avecina deberá ser absolutamente transparente y estar dirigida por entes ajenos a los intereses del gobierno actual. La muerte de dos marinos no puede convertirse en otro expediente cerrado bajo el manto del “honor institucional”. La verdad, sin adornos ni eufemismos, es lo mínimo que se les debe a los caídos.

Lo que ocurre actualmente en Baja California bajo el gobierno de Marina del Pilar Ávila Olmeda representa una peligrosa confluencia entre descomposición institucional, hartazgo ciudadano y la alarmante normalización de la violencia política. Las protestas ciudadanas como la «carne asada masiva» en la Plaza de los Tres Poderes, aunque aparentemente festivas, encierran un profundo mensaje de repudio social: la ciudadanía ha llegado al punto en que solo mediante actos simbólicos, cargados de humor ácido y denuncia pública, puede visibilizar su rechazo a un gobierno que consideran cómplice —por omisión o acción— del caos que azota al estado. La inconformidad ya no se canaliza por los cauces tradicionales, porque estos han sido inutilizados por la propaganda gubernamental, la simulación legislativa y una prensa local en buena parte cooptada. Que se utilicen piñatas con el rostro de la mandataria, que se exija su revocación y que se mencione la cancelación de visas estadounidenses como indicio de vínculos turbios, no es teatro político: es una súplica cívica revestida de ironía y rabia ante la sospecha de que el poder está manchado por la corrupción y la connivencia con el crimen. Pero más grave aún es el entorno de amenazas explícitas por parte del narcotráfico. Las narcomantas dirigidas a la gobernadora y a su secretario de Seguridad, en las que se les acusa de complicidad con grupos criminales como “Los Rusos”, configuran un escenario de captura del Estado, donde los cárteles ya no solo operan con impunidad, sino que se arrogan la capacidad de imponer límites al poder político mediante el terror. Que estos mensajes circulen en espacios públicos sin consecuencias inmediatas ni respuestas institucionales contundentes refleja una alarmante parálisis del aparato de seguridad. Y la respuesta de Marina del Pilar —reducida a negar investigaciones en su contra y callar ante las acusaciones contra su equipo— evidencia una estrategia de evasión calculada, más preocupada por la imagen que por el fondo. No basta con deslindarse; se requiere una depuración inmediata de mandos, una investigación autónoma y una revisión profunda del colapso del sistema de seguridad estatal. El silencio institucional y la impunidad judicial ante estos hechos solo profundizan la percepción de que Baja California está gobernada por una administración que ha perdido la autoridad moral y política para sostener el cargo. En este contexto, el clamor popular que exige su renuncia no es irracional, ni desproporcionado: es una reacción legítima ante un régimen que ha dejado de garantizar lo más básico en un estado de derecho —la seguridad, la transparencia y la justicia. Y si bien la violencia del crimen organizado no puede atribuirse de forma directa a un solo actor político, el desmoronamiento del orden público bajo el gobierno de Marina del Pilar es innegable. La gobernabilidad en Baja California pende de un hilo, y el descrédito institucional crece a cada hora sin que haya una respuesta estatal a la altura del desastre. Ante ello, la clase política nacional no puede seguir mirando hacia otro lado. Porque lo que está en juego ya no es solo una gubernatura fallida, sino la evidencia viva de cómo un estado democrático puede ser devorado por la combinación letal de incompetencia, miedo y crimen organizado.

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